Martes, 11 de febrero de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Ya hace más de una semana que Rodríguez va por libre pero preso de una extraña melancolía –un constante mirarse al espejo o de refilón en escaparates y ollas y superficies pulidas y mercuriales varias– que hasta a mí me resulta desconcertante. Hasta que me acuerdo de una de las pocas referencias descriptivas que hice de Rodríguez alguna vez. Y busco y encuentro y leo y entiendo: “Rodríguez es como la versión ibérica del actor Philip Seymour Hoffman cuando hace de buen tipo”. Y, sí, Rodríguez está triste por la muerte de P. S. H., a quien jamás conoció pero admiró tantas veces y con cuyo espectro se encuentra, desde hace nueve días, todas las mañanas, frente al botiquín, al encenderse y todas las noches, al apagarse. Como se enciende y se apaga un actor de sí mismo.
DOS Rodríguez, está claro, no es el único. Yo también. ¿Por qué la muerte de P. S. H. ha conmovido más (me consta) que la de otros famosos? Tal vez porque P. S.H. parecía tan normal, próximo, posible. Una de esas caras de nada que dan para ponerle el rostro a todo. Un humilde soberbio que parecía triunfar, siempre, aferrándose a personajes perdedores que significarían la derrota de tantos fáciles (por simples en su estrategia) ganadores. Ahora, en todas las películas de P. S. H., puestas una detrás de otra, se hace difícil detectar un tic o una tara o un truco. Y tal vez por eso no hay, que se recuerde, imitación o imitadores de P. S. H. Alguien que empezaba y terminaba en sí mismo y que acabó mirándose por última vez, en el espejo del baño, tal vez silbando “Save Me”, de pronto descubriendo que no había leído bien la letra pequeña y la cláusula trampa de su último papel y de su papelina final.
TRES Y fueron varios los que no pudieron evitar compaginar la sobredosis de P. S. H. con la reciente muerte de Lou Reed (aquel que cantaba a la heroína que le hacía sentirse “como el hijo de Jesús”) y con los cien años del nacimiento de William S. Burroughs, padre adoptivo de la técnica cut-up (en realidad parida casi a su lado por Brion Gysin con una ayudita/influencia dadaísta). Eso de arrojar todo al aire y ver cómo cae y reordenarlo siguiendo la secuencia que dicta un azar nunca del todo casual. “El cut-up como nuevo lenguaje donde todo aparece fragmentado, donde las historias empiezan por donde terminan y no respetan el orden cronológico de los acontecimientos, lo importante es poner todo por escrito, rápido, antes de que desaparezca o se olvide. Someter cada instante al mayor número posible de variaciones, cada una de ellas presentada de un modo que sea interesante y, al mismo tiempo, justificable. Alterar el modo en que se lee, en que se ve una película, en que se piensa. Primero alterar el nervio óptico y, a partir de la pupila, alcanzar el cerebro y reprogramar todo el sistema nervioso.”
Cosas así decía Burroughs, a quien por estos días Rodríguez vuelve a cruzarse –por primera vez desde las lecturas de su juventud– en una biografía monumental en inglés (Call Me Burroughs, de Barry Miles) y en un pequeño libro en español (Nada es verdad, todo está permitido, de Servando Rocha) donde se cuenta la visita que alguna vez le hizo otro heroinómano caído, Kurt Cobain, al autor de El almuerzo desnudo. A Burroughs, el líder de Nirvana no le resultó particularmente interesante y, con el tiempo, aclaró: “Lo que recuerdo es la expresión moribunda de sus mejillas. El no tenía intención de suicidarse. Por lo que yo sé, ya estaba muerto”.
Amigos y conocidos y vecinos de P. S. H. relataron a cámaras y grabadores que, en los últimos tiempos, se lo notaba “un tanto ido”. Y, de pronto, P. S. H. se fue del todo. La máquina blanda y burroughsiana de su cuerpo enfriándose en el suelo del baño, una aguja colgando de un brazo para el que una dosis de droga dura e ilegal era algo mucho más barato y fácil de conseguir en NY que los sólo con receta analgésicos y opiáceos de laboratorio a los que cada vez más norteamericanos son cada vez más adictos. Burroughs –quien probó mucho de todo y vivió para contarlo– acabó renegando de las drogas, acusándolas de ser un mecanismo de poder administrado por gobiernos (“La Enfermedad”) y recomendando al amor como único remedio y cura para todos los males de este mundo.
Amor es nunca tener que volver a pedir perdón por drogarse.
CUATRO Y aun así, Rodríguez no puede dejar de fantasear (nunca la probó) en cuanto a si cabalgar a lomos de un poco de H será una experiencia tan poderosa y placentera como para hacer desaparecer tras un denso velo de perfume de amapolas (y no de magnolias) al cada vez más tóxico para él Mariano Rajoy. Al presidente paseándose de convención en convención, con el periódico deportiva Marca bajo el brazo, siempre afortunado a la hora de la metáfora. No. Seguro que no. No se ha refinado aún un compuesto tan poderoso, se dice Rodríguez. Lo último –en la convención nacional de su partido en Valladolid, en un fin de semana en que el oleaje ciclogénesis y explosivo se llevó a media cornisa cantábrica– fue su triunfal “Ya se nota que sube la marea” y un “La crisis no se lleva a España por delante sino que es España la que se lleva a la crisis por delante”. Lo dijo ahí, frente a los suyos que no lo son tanto porque la cosa está complicada ahí dentro. Pero no importa, no es cierto. Los políticos, se sabe, son adictos a sí mismos y se juntan para auto-reafirmarse en esos mitines alucinógenos que son como las presentaciones de libros a las que sólo van amigos del autor que, además, son todos escritores. Ya se sabe: hoy yo te aplaudo, mañana tú me aplaudes, y hasta la próxima dosis. Ahí dentro, calentitos, todos hablaban con una perturbadora proyección de fondo en la que el mapa de España aparecía como congelado y envuelto en una especie de baba de insecto de Interzona. Afuera, ya se sabe, cut-up, hace frío y viento, la electricidad sigue subiendo de precio, ETA vuelve a anunciar algo, se ahogan más inmigrantes en la frontera y la infanta llega a declarar en auto y sin paseíllo y sólo recuerda que no recuerda nada por amor. Y, sí, nada importa o se quiere menos que a la supuesta clase dirigente y gobernante que parece expresarse cada vez más no con cadencia y dicción cut-up, sino con los nervios de quien pierde los papeles. El mejor momento de Rajoy fue, leyéndolo de sus habituales papelones, ese “Y si además tú, cuando digo tú digo él, pero le digo tú” para referirse a Rubalcaba pero sin nombrar a Rubalcaba, tan increíblemente experimental pero poco experimentado en las artes de la elocuencia y el discurso. Para Rajoy –como para Burroughs, pero de cepa más que diferente– el lenguaje es un virus. Y Burroughs –por lo que va siendo hora de ir cerrando este fallido intento de vanguardia en la retaguardia de un periódico, todo flotando y suspendido, rogando por que se ordene al picarse en picada– aseguraba, con genio e ingenio, que “Se le dice a algo experimental cuando el experimento salió mal”.
“Es el Partido Popular o la nada”, exclamó, extática, María Dolores de Cospedal, la contramaestre de Rajoy.
Pues eso, pues esto.
Falta cada vez menos –culebras son ya lo que sobra– para que empiecen a llover sapos.
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