Martes, 11 de febrero de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Jozami *
Vivimos en una sociedad injusta, aunque no reflexionemos a diario sobre eso. Las diferencias sociales y las inequidades tienden a naturalizarse, aun en momentos de cambios profundos como los que se producen en la Argentina desde hace una década. Pero, en ciertos momentos, esa injusticia social se revela intolerable. Es cuando el interés de unos pocos aparece nítidamente como superior al del conjunto de los argentinos. En estos días hemos visto a las patronales del agro exaltar el derecho de los grandes productores para vender sus tenencias de soja cuando quieran, sin importarles las consecuencias que pudiera tener esa retracción de ventas sobre el conjunto de la economía, mientras los exportadores de cereales presionaban, a su vez, la devaluación de la moneda, negándose a liquidar los dólares provenientes de las ventas al exterior. La Mesa de Enlace ha defendido estas actitudes amparándose en una concepción de la propiedad que no admite restricciones, derecho supremo ante el que deberían ceder los de la gran mayoría de los argentinos cuyos ingresos y condiciones de vida se ven hoy afectados.
Esta presión sobre la divisa norteamericana no sólo apuntaba a multiplicar los ingresos de exportación aumentando la cantidad de pesos que se reciben por cada dólar, buscaba una verdadera corrida cambiaria que aceleraría el alza de los precios y dificultaría cada vez más el control de la coyuntura económica. Esta maniobra especulativa tiene también un definido propósito político: debilitar el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, obligarlo a desandar el camino seguido hasta hoy y mostrar el cumplimiento de lo que vienen pronosticando hace diez años los agoreros del privilegio: las políticas ambiciosas que se proponen reformas profundas como las que lleva adelante el kirchnerismo, terminan necesariamente en el fracaso. Este razonamiento se plantea como si las dificultades que hoy se observan fueran consecuencia de desconocer supuestas leyes de la economía y no tuvieran que ver con el sabotaje que realizan todos los sectores del gran capital y sus medios de comunicación.
Presionando el alza de los productos de la canasta básica, los grandes formadores de precios y los hipermercados hacen su contribución al intento desestabilizador, mientras los principales medios opositores siguen atribuyendo la inflación a los altos salarios y el exceso de gasto público, y reclamando, en consecuencia, un plan económico recesivo. Es la vieja receta, la de los planes del Fondo Monetario, la que elige matar al enfermo para terminar con la enfermedad: la inflación, en algunas ocasiones, fue controlada, pero al precio inaceptable de aumentar notablemente el nivel de desempleo y reducir los ingresos de los trabajadores en términos reales. Porque esa receta no debe ser aplicada, los acuerdos de precios son hoy un camino necesario y el Estado deberá reforzar su capacidad de control y sanción de los incumplimientos. En su ofensiva incesante, los medios atacan al equipo económico que lleva adelante esta política, presentando a Axel Kicillof, alternativamente, como un demonio estatista o un joven ingenuo que cree en la palabra de los empresarios. Los comunicadores de la derecha tienen el olfato entrenado para detectar el riesgo que representa para el establishment un economista de sólida formación y fuerte compromiso político.
La devaluación tiende a producir una transferencia de ingresos contra los sectores populares, y por eso el Gobierno se resistía a tomar esta medida, a la que finalmente se vio obligado. Hoy, para limitar esos efectos negativos, es imprescindible asegurar que los formadores de precios no exageren la incidencia real de la devaluación sobre sus costos. Para ello, como acertadamente señaló la Presidenta, es imprescindible el activo control de la sociedad.
Frente al espectáculo indignante de los exportadores sentados sobre sus dólares, la indignación social se expresa de mil maneras, y es muy valioso que se plantee la necesidad del control estatal del comercio exterior. Esta es una vieja bandera del nacionalismo popular arriada en los ’90 y echada con los trastos viejos. Recuperar esa memoria de las luchas no es el menos importante de los logros de este tiempo. La negociación con los exportadores parece permitir hoy un alivio coyuntural, pero la discusión de fondo no puede evitarse.
Paradójicamente, fueron los conservadores los primeros en recurrir a estos instrumentos de intervención estatal en la década de 1930, cuando escaseaban las divisas y se cerraban los mercados de las exportaciones argentinas. Pero estas políticas atendían menos a la defensa del consumo popular que a los intereses de los grupos más concentrados del agro y a consolidar la relación con Gran Bretaña, como lo señalaran, desde trincheras distintas, Lisandro de la Torre y Raúl Scalabrini Ortiz. Ese intervencionismo conservador que llevó a la creación de las juntas nacionales de Granos y de Carnes fue continuado por Federico Pinedo desde una perspectiva algo diferente. Quien fuera en su juventud dirigente socialista concedía en su proyecto alguna importancia a la industria y ya avizoraba que los Estados Unidos se convertirían en nuestros principales socios. Federico Pinedo otorgaría a la industria el mínimo papel de “una pequeña rueda” que debía acompañar a la “gran rueda” de la producción agropecuaria, y si pensaba en otros mercados de exportación para la nueva industria era porque no concebía una expansión del mercado interno como la que, más tarde, el peronismo habría de producir.
El Instituto Argentino de Promoción del Intercambio fue el organismo creado por el gobierno de Perón para gestionar el comercio de exportación e importación. La cosecha era adquirida por el Estado y éste realizaba las operaciones. La diferencia entre el precio que recibían los productores y el que se obtenía por la exportación era utilizada para financiar el desarrollo y, en particular, la actividad industrial. Esta política suponía el reconocimiento de que la Argentina debía ubicarse entre las que Marcelo Diamand llamara “estructuras productivas desequilibradas”: la productividad del agro aseguraba la colocación de sus exportaciones, pero la industria no podía funcionar con el mismo tipo de cambio y requería necesariamente transferencias desde el sector más productivo de la economía. La renta extraordinaria de la actividad agropecuaria debía, en consecuencia, ser apropiada por el Estado. Para la militancia peronista, el IAPI se transformó en un símbolo de las políticas de desarrollo nacional. Se comprenderá que, inversamente, la oligarquía argentina haya demonizado esa sigla desde entonces.
Después de 1955, desaparecido el IAPI, la reivindicación de la nacionalización del comercio exterior figuraría en los programas de La Falda, Huerta Grande y la CGT de los Argentinos y encabezaría todas las luchas del movimiento obrero. Con el tiempo, aunque muchas veces la consigna permanecía en los programas, el entusiasmo declinó. Hasta que el menemismo culminó este proceso con la más drástica política privatizadora, y terminó también con las juntas que permitían al Estado alguna participación en la comercialización. Hoy, ante el intento de golpe de mercado, son muchos los que han salido a reivindicar una medida que no sólo apunta a terminar con una situación profundamente injusta, sino también a asegurar la sustentabilidad de una política económica de sesgo popular.
El Gobierno no está solo frente a los monopolios, porque resulta difícil creer que la mayoría de la sociedad acepte el proceder de la minoría que impulsa la desestabilización. Para sostener un diálogo fecundo con los más amplios sectores cuyos intereses no coinciden con los de los grupos económicos concentrados, habrá que reconocer las carencias de algunas políticas oficiales, las privaciones a la que es sometida la población por los problemas en los servicios públicos, así como la necesidad de atender a la restricción externa de la economía con propuestas que avancen más decididamente en la sustitución de importaciones y prioricen el rol de la industria nacional. Todo esto y mucho más puede y debe discutirse, pero ello no puede ser obstáculo para coincidir en la defensa de un proceso que cambió la Argentina, dejando atrás el país del desempleo de dos dígitos, recuperando la dignidad nacional, terminando con la política de relaciones carnales con los Estados Unidos, impulsando un inédito proceso de expansión de derechos y poniendo el objetivo de Memoria, Verdad y Justicia como divisa fundante del Gobierno.
El kirchnerismo sigue siendo una fuerza social muy significativa, pero hoy, cuando se juega el destino del país, debemos convocar a todos, a los radicales de Yrigoyen, que recuerdan el golpe de mercado que tumbó a Alfonsín, y a la izquierda, que –si quiere seguir llamándose tal– no puede permanecer neutral e indiferente en esta lucha contra los especuladores y los monopolios. Cuando es Argentina la que peligra, no hay espacio para las pequeñas diferencias. Tomando como bandera la creación de un organismo de control estatal del comercio exterior, el llamado más amplio debe dirigirse a los trabajadores, que serían las primeras víctimas de la reversión de esta política; a los pequeños y medianos empresarios, que nada tienen que ganar con las propuestas que alientan la concentración y desnacionalización.
Quienes estamos comprometidos con este proyecto de Néstor y Cristina, sabemos mejor que nadie lo que se está jugando en estos días. Por eso, por sobre agravios y cuestionamientos, tendemos la mano a todos los que coincidan con esta propuesta de democracia y justicia social. Creemos que ése sigue siendo el sueño de la mayoría de los argentinos.
* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
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