Lunes, 24 de marzo de 2014 | Hoy
Por Hugo Soriani
Las celdas de la prisión militar de Magdalena no tienen inodoro, ni lavabo, ni nada. Sólo una cama de hierro contra la pared del fondo.
Tampoco hay mesa ni silla. Apenas una cama sin colchón, porque los guardias los entregan a las nueve de la noche y los retiran a las seis de la mañana, cuando comienza el día. Hay que sentarse en el suelo que, además, varios meses al año está mojado, porque la humedad inunda esa zona baja, donde la prisión militar fue construida.
Los presos políticos están encerrados en esas celdas las veinticuatro horas del día y, aunque se les niegue su condición, son seres humanos que entre otras cosas necesitan hacer pis y caca. Cuando les vienen ganas, tienen que gritar desde la celda para que el guardia venga, les abra la puerta y los lleve al baño, que está en un extremo del pabellón.
Pero por más que los gritos perforen las paredes, los guardias no vienen. Nunca vienen. Abren la celda solamente cuando ellos lo deciden, dos veces por día, para pasar un plato de comida, o cuando algún oficial del Ejército viene a interrogar y amenazar a los presos. Ir al baño es un derecho que no está contemplado en el reglamento. Luego de muchos reclamos, peleas y gestiones de sus familiares, las autoridades del penal deciden darles a los presos el derecho a tener en la celda una lata de leche Nido vacía para hacer sus necesidades.
Los presos políticos ya no tendrán que gritar para ir al baño, ni sufrirán más retorcijones, ni constipaciones. Cuando tengan ganas, sólo deberán tomar la lata y sentarse en cuclillas apuntando a su interior, al terminar la cierran y listo. Luego esperarán a vaciarla en el baño, cuando les abran la celda para darles la comida, si es que el guardián los autoriza, claro.
Es la felicidad completa, pueden cagar cuando quieran. Ahora hay que conseguir un frasco o lo que sea porque, como cualquiera sabe, es imposible hacer caca sin hacer pis al mismo tiempo.
Pero ésas son demasiadas demandas y deberán arreglarse sólo con la lata. “Los subversivos son enemigos con mucha imaginación, que inventen la manera”, dictamina el teniente coronel Romero, director de la cárcel.
Patricia se trepa a la cama cucheta de su celda para mirar por la pequeña ventana que da a la calle Bermúdez. Sus ojos apuntan a la cuadra de enfrente y a los patios de esas casas bajas, en el tranquilo barrio que rodea el penal de Villa Devoto, pero sus oídos están atentos a los ruidos del pabellón. Sabe que si un guardia la descubre mirando por la ventana será sancionada con semanas de calabozo, y ella no se quiere perder detalle de la vida de Juanito.
Juanito, así lo bautizó, es un bebé que juega con su mamá en uno de esos patios de la casa de enfrente. Juanito toma la teta y desde su celda Patricia puede ver su sonrisa, o escuchar sus berreos cuando está enojado o tiene hambre.
Así pasa algunas mañanas y muchas tardes, trepada a su cama cucheta, mientras Juanito crece y con los años cambia sus hábitos y sus juegos.
Patricia sufre durante esos años varios cambios de celda, y un par de veces pierde de vista a Juanito.
Además de extrañar el olor a lluvia, a café, el cielo, el sol y la luz del día. Además de extrañar la música, los besos de su compañero, los libros, los diarios y el dulce de leche, Patricia extraña a Juanito.
Cuando no puede ver ese patio, espera ansiosa la mudanza que la devuelva a su lugar de tía imaginaria. Y un día Juanito va al colegio, y otro ya lleva el guardapolvo blanco y la mochila, y otro toma la primera comunión, y otras tardes de otros años Juanito festeja su cumpleaños con amigos del barrio y la escuela.
Todo eso mira Patricia, que de verdad se siente tía, desde la ventana de su celda.
Hasta que en noviembre del ’83 un guardia grita su nombre y sale en libertad, diez años después de que la detuvieran y nueve años después del día en que nació Juanito.
Sus familiares la esperan en la calle y hay muchos abrazos que la asfixian. Cuando se desprende de ellos, y sin decirle nada a nadie, cruza la calle y toca el timbre de la casa de Juanito para contarle todo a su mamá. La señora tiene casi la misma edad que ella y también la abraza fuerte cuando termina el relato.
Hoy, casi treinta años después, Juanito, que en realidad se llama Nicolás, sigue festejando su cumpleaños en la misma casa de la calle Bermúdez. La tía Patricia es la que siempre se encarga de hacerle la torta y ayudarlo a apagar las velitas.
Hace cuatro años que Viviana Beguán, La Negra, vive en la celda 90 del tercer piso de la planta 5, en el penal de Villa Devoto. Pero en septiembre de 1977 esos años, de pronto, se multiplican.
Stella, una compañera, recibe la visita de sus tres hijas. A través del vidrio del locutorio, las niñas le cuentan que luego del asesinato de su padre, el Piky Pujol, ellas se habían quedado viviendo con otra compañera, Alejandra Renou, y un matrimonio mayor que tenía una hija presa. Alejandra fue secuestrada junto al matrimonio, y ellas tres abandonadas en la casa por los militares luego del allanamiento. Las niñas tienen cuatro, diez y doce años.
Viviana Beguán presiente lo peor y pide algunos detalles que llegan en la próxima visita. Los ojos azules de su papá, las pecas de su mamá y el inconfundible tono cordobés de ambos no dejan lugar a dudas. Viviana llora el secuestro de sus padres en el hombro de Nora Savoy, su compañera de celda.
Pasan seis años hasta que la Negra Beguán sale en libertad condicional. La Negra sale a buscar los rastros de sus padres desaparecidos y viaja a Santa Fe para hablar con las niñas, que ya son adolescentes.
Viviana les hace mil preguntas y arma el rompecabezas. Por los datos conseguidos, la casa estaba pasando el Riachuelo, cerca de una plaza, a dos cuadras de una avenida. El número de la dirección empezaba con uno, dice la más grande, y la casa era baja y no tenía rejas porque se escapaban por ella para jugar en la calle, completa la menor. Con un mapa desplegado frente a ellas, sus tres guías se esfuerzan y la orientan. Marcan una, dos, tres calles posibles y la Negra empieza a recorrerlas todos los fines de semana, junto a su pareja de entonces, Juan Martín Guevara, el hermano del Che. Camina la calle al cien, pero más camina las cuadras al mil o al mil quinientos, porque allí llegaba la vía.
Hasta que una mañana Viviana se para frente a una puerta y le dice a Juan Martín, “es ésta”. Viviana mira hacia arriba y dice de nuevo: “No hay dudas, es ésta”. Allá arriba, en la terraza, asoman los geranios que amaba su mamá. Viviana tiembla, pero consigue apuntar y sacar una foto. Cuando la ven, las niñas confirman: es ésa la casa, es ésa.
Al día siguiente la Negra y Juan Martin vuelven. La casa está desocupada desde hace años, “desde que hicieron un operativo y se llevaron a la gente que vivía acá”, dice un vecino. Otro les abre la puerta de la casa de al lado y los dos saltan el muro que las separa. Entran.
Ahí, en el piso, aún hay algunos diarios del 77 bajo la puerta, boletas de impuestos, una camisa de su papá y el documento de su mamá tirado en el medio del parquet, levantado por el agua de una vieja filtración.
Años después, la Negra supo que sus padres fueron fusilados en Campo de Mayo, luego de ser ferozmente torturados.
Viviana nunca pudo vivir en esa casa de Avellaneda, sacó de allí algunas pocas pertenencias y la planta de geranios que amaba su madre ahora ilumina el patio de su casa. “La voy cuidando todos los años –cuenta Viviana–, y siempre florece en primavera.”
Lo cuenta Angela Urondo Raboy, en la página noventa y uno de su imprescindible libro ¿Quién te creés que sos?.
“El 12 de junio de 1976, Josefina, que tenía cinco años, fue secuestrada con su mamá, su hermanita y una compañera de militancia de la mamá, que se encontraba con sus dos hijitos bebés. Un episodio muy violento, con tantos chicos. En el D2 (de Mendoza) fue privada, como todos los demás, de comida, agua, dignidad. La llevaron a la sala de torturas, donde fue desvestida y manoseada sexualmente bajo una luz intensa, para que su padre (Jorge Vargas, que estaba secuestrado y todavía continúa desaparecido) la viera sometida, desde la oscuridad. En otra oportunidad la condujeron a la terminal de ómnibus, donde los policías le pidieron que señalara si conocía algún ‘tío’. Ella debe haber sido consciente de la gravedad de la situación, porque al volver a la celda con su madre solamente pedía perdón, como si se sintiese responsable de lo ocurrido. Luego de unos días fue liberada y devuelta a sus abuelos. Dos meses después, Josefina murió de un disparo que se dio ella misma con un revólver que encontró en una mesa de luz.”
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