Lunes, 24 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
El enorme conflicto docente en la provincia de Buenos Aires –que no cambia en absoluto por la orden judicial de levantar el paro– ejerce un influjo y proyección que exceden a ese territorio. Merece estimarse cual viga estructural. Renueva la necesidad de debate, y decisiones profundas, sobre las preferencias y posibilidades de un modelo nacional que se presenta como la más alta chance de repartir mejor la riqueza. De apostar –o no– a vías de desarrollo asentadas en algunos ejes innegociables.
El problema en “la provincia” está bien por encima de casi todos los que fueron resaltados en la agenda publicada. Puede salvarse la marcha de la inflación, porque atañe a cómo le va al Gobierno con los formadores de precios. Pero del resto, ni Cristina con el Papa; ni Macri fotografiándose en Wall Street; ni Moyano y Barrionuevo lanzando un paro nacional al que ni siquiera se animaron a ponerle fecha; ni los dimes y diretes del acuerdo con Irán por la causa AMIA; ni la reunión de los gobernadores peronistas; ni los casos de los jueces Bonadio y Oyarbide; ni (ay) las batallas de egos por las asistencias y ausencias al Salón del Libro de París, llegan al canto de la uña de lo implicado por el mayor distrito del país sin haber empezado las clases en las escuelas públicas. Mucho antes que tratarse de proporciones geográficas, peso económico, especulaciones electorales, la huelga estatal de maestros y profesores bonaerenses lleva –debería llevar– a que nos sinceremos de qué se discute cuando lo hacemos sobre educación; o, más largo, a qué es lo que verdaderamente les importa a quiénes. Una primera observación es que, excepto San Luis, Santa Cruz, Córdoba, Santiago del Estero, Santa Fe y Ciudad Autónoma de Buenos Aires, todas las jurisdicciones están con paros y conflictos docentes. Los impactos son diversos, pero no sólo por la incidencia de los gremios involucrados sino, y sobre todo, por la trascendencia mediática. En Chubut, las clases tampoco empezaron. ¿Los niños y adolescentes de la educación estatal de Chubut son menos importantes que los de la provincia de Buenos Aires? La dimensión numérica condiciona la repercusión mediática. Que cada quien se reconozca. Si no fuera por la provincia de Buenos Aires (alrededor de cuatro millones de estudiantes primarios y secundarios, que están arriba del 40 por ciento del alumnado de todo el país), ¿cuántos irritados de las redes sociales, de los provocadores telefónicos en las radios, de las figuras periodísticas, se indignarían por los pibes tomados de “rehenes” en las huelgas docentes? ¿Cuántos de ellos se preguntarían acerca de la problemática educativa en general, si no fuese por los inconvenientes suscitados a la gente bonaerense que les queda cerca? Pero así funciona; aquí y en todas partes, hoy y siempre. El centro irradia hacia la periferia. Nunca al revés.
Un segundo desafío, que interpela constantemente, es dejar de lado el cualunquismo analítico. Tanto como no resiste juzgar “la inseguridad” con el reclamo de que maten a todos o de que endurezcan las leyes, no es sensato, ni antes, ni ahora, ni jamás, insistir con argumentos facilistas frente a asuntos como la educación, que le rompen la cabeza al más pintado. La nómina de tonterías generales sale de corrido: los docentes tienen tres meses de vacaciones; se pasan de licencia en licencia y de suplencia en suplencia; escriben con horrores de ortografía y encima quieren aumento; no se capacitan, y a lo sumo asisten a cursos de perfeccionamiento que son transas de los sindicatos para sumar puntos burocráticos al CV; su ruta. Debiera ser curioso que quienes reducen la labor docente a esos exabruptos –sin duda existentes, y agraviantes– no trasladen la misma condena a ciertas gentes a quienes votan, para cargos ejecutivos y parlamentarios desde los que son incapaces de construir una oración con sujeto, verbo y predicado; o algún texto, oral o escrito, que supere el rango de composición tema “La vaca”. No citemos nombres propios. No hace falta, se supone.
En tercer lugar, sobresale esa recurrencia a hablar de los pibes como rehenes de la ¿extorsión? de los gremios docentes. Es una sobresaliencia que no se percibió con el mismo vigor cuando, en diciembre pasado, las policías provinciales dejaron a sus distritos en situación de tierra de nadie. Resultó, entonces, que se habló de los salarios flacos de las fuerzas de seguridad, con un ahínco que no se nota a propósito de lo que cobran los docentes. ¿Será que “la seguridad” es ubicada un escalón, o varios, arriba de la educación? ¿Que no se encuentra relación entre una cosa y la otra? También se dice que lo prolongado del conflicto docente beneficia a Scioli porque, del mismo modo en que hubo de encontrársele una salida urgente a la presión policíaca, no hay huelga de maestros que aguante por tiempo indeterminado. La diferencia es que sin policía no hay sostén más de unas horas, y sin clases se sostiene bastante más. No mucho. Es incontrastable que una huelga docente por tiempo indeterminado está condenada al fracaso, como método de lucha. Desde allí se colige que, incluso, el emperramiento de los gremios bonaerenses beneficia al gobernador, porque lo victimiza. Pero al cabo de conjeturas como ésas, que se potencian al haberse desatado quién sucede a Cristina en la ancha avenida peronista, ¿es ésta la manera de discutir educación pública? Y visto desde la percepción popular, desde la mesa cotidiana, desde una introspección que no ponga las responsabilidades invariable y exclusivamente en las dirigencias, que se centre además en las de los actores sociales que somos, ¿estamos discutiendo educación o estamos viendo a la escuela como el depósito donde recluir a los pibes para que la otredad se haga cargo sin que importe cómo? Hablamos de educación pública, claro. Estatal. El debate sobre la privada circula por otro carril, en el que también sería positivo discernir cuánto importa qué y cómo se enseña aunque, por lo pronto, ahí no hay paros docentes. Igualmente, alrededor del 70 por ciento del alumnado argentino concurre a escuelas de gestión estatal. El peso mayor de la discusión, entonces, pasa por allí.
Hay una distorsión que complica cualquier análisis. Gracias al menemato, en rango primordial, la Nación, el gobierno central, tiene en lo educativo –y en el área de Salud– una función que en el mejor de los casos es orientativa. Lo demás consiste en un federalismo que es tan cerrado en su aplicación como enroscado en su practicidad. Si de por sí es dificultoso saber a ciencia cierta cuánto gana como promedio un docente, considerado el país como marco general y siendo que intervienen factores propios de cada distrito que, a la par, son disímiles entre sí, más complejo todavía es descifrar el galimatías de componentes salariales. Pero al fin y al cabo, entrándole del derecho o del revés, se concluirá en que maestros y profesores no son precisamente el sector mejor pago de la administración pública. Y eso conduce, leyes vigentes aparte, a la discusión de si lo educativo es o no una prioridad auténtica del gobierno nacional; y a si se toma o no al aspecto salarial como una cuestión determinante. Situar al carro donde se debe sería que se les paga a los docentes en orden primordial, en monto, tiempo y forma, con el Estado capacitándolos como corresponde en vez de tercerizar la capacitación; en vez de llamar a la paritaria nacional siempre tarde, tardísimo; en vez de ampararse en que los chiquicientosmil gremios y facciones de los educadores chantajean al Gobierno, más el argumento de que las bases, en las asambleas, vienen siendo trosqueadas por los grupos sólo interesados en pudrir a como sea. Es este mismo gobierno el que priorizó la inversión en ciencia y tecnología, repatriando más de mil científicos, varios o muchos de élite, brindando signos de que es por ahí donde están presente y futuro. Falta una decisión similar en el plano de los maestros de grado, de los profesores efectivos; una orientación general, un llamado a dejarse de joder que tenga contraparte salarial irrefutable. A quiénes se les extrae renta para concretar eso es, también, otra discusión. O una más. O la clave. En el caso bonaerense en particular, la gobernación debe hacerse cargo, por ejemplo y nada menos, de que en 2012 los patrones de estancia le torcieron el brazo cuando se intentó un revalúo inmobiliario rural. Como lo señala Héctor Valle, uno de los mentores del Plan Fénix, no hay otras opciones que estas dos: se toma deuda –cosa que el gobierno provincial ya hizo, y en dólares– o se avanza muy firmemente en la progresividad del sistema tributario. Pero no debería estar en duda la prioridad de lo educativo. Según los números integrales, eso está satisfecho. Jamás fue más alto el presupuesto en Educación; jamás se dio mejor cumplimiento a los parámetros internacionales requeridos; jamás, en términos de la macroeconomía, se les otorgó a los docentes mejor salario. Pero pasa que esos números, por más que el Gobierno demuestre la curva ascendente del 300 y pico por ciento, desde 2003, en el salario nominal de los docentes, no se condicen con para cuánto les alcanza en el bolsillo de acuerdo con responsabilidades, y trabajo concreto, que son mayores a los de otros empleados públicos. Ampliamente mayores. Profesionales y trabajadores de la Salud, junto con las fuerzas de control del “orden público”, son los únicos que pueden equipararse a la carga social que tienen los docentes. Un maestro es prioridad, y sanseacabó. Con la policía se arregló casi de inmediato, vale insistir, sin que importara el costo fiscal.
Y finalmente, pasa que hay un ruido cuya administración política e ideológica es ¿muy difícil? de procesar. Los docentes ganarán poco, o insuficiente, y está bien que reclamen aunque pueda o deba ponerse en duda el graderío con que lo hacen. El pequeño detalle es a quién irán a reclamarle, con cuáles probabilidades de satisfacción, si se termina este experimento que tiene tanto de desprolijo como de progre. La pregunta no vale sólo para los docentes de la provincia de Buenos Aires, por supuesto.
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