Martes, 1 de abril de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Hay días en que Rodríguez siente que la vida se vuelve algo digno de Ripley. No del Tom Ripley de Patricia Highsmith o de la Ellen Ripley de la saga de Alien, sino de Robert Ripley. Esa especie de aventurero marcopoliano siempre posando con look safari-carnavalesco que, en 1918, creó aquella franchise del Believe It Or Not!. El Aunque usted no lo crea que Rodríguez siguió en revistas de su infancia, en periódicos de su pubertad, televisores de su juventud, en museos Odditoriums de su primera madurez, y que ahora vuelve a leer, en versión escrita y dibujada y primaria, en los fondos de la revista Mongolia. Ya se sabe: una pequeña viñeta y un texto tamaño tuit que revela alguna absurda curiosidad exótica que probablemente no sea del todo cierta y que puede incluir a hombres más altos o más viejos del mundo o a un Titanic construido con los mocos de John Lennon.
Y ahora mismo, luego de pasar la noche en la cercana Santillana del Mar (tomen nota los escribas e ilustradores de Ripley: Santillana del Mar es también conocida como “la villa de las tres mentiras”, porque “no es ni santa ni llana ni tiene mar”), Rodríguez avanza como discípulo de Arne Saknussemm por las profundidades de la prehistórica Cueva de Altamira.
Aunque ustedes no lo crean.
DOS Rodríguez está en la Cueva de Altamira. En la verdadera y próxima a reabrirse y no en la réplica, la llamada “neocueva”, abierta desde hace doce años. Y que, para placer del inmortal y cada vez más influyente fantasma de Andy Warhol, es visitada por mortales de esos a los que, según las encuestas, no les preocupa lo auténtico o la imitación porque, después de todo, lo único que les interesa es robarse un selfie y subirlo a su perfil y que pase el que sigue y lo que sigue y siempre se podrá mentir allí, como es costumbre, que todo lo falso es verdadero. Rodríguez está allí por mandato de sus patrones, los mellizos Nene y Bebe Fagliacce-Stein, patrones y dueños de Rodríguez en la agencia publicitaria Tangoz, de Barcelona. La idea de la campaña para un teléfono móvil es, claro, la de mostrar a un turista tomándose un selfie junto a uno de esos milenarios bisontes de pared. Pero Rodríguez es diferente y, en cambio, saca de un bolsillo su ejemplar de Cosas transparentes de Vladimir Nabokov –uno de los escritores a los que más admira no sólo por su prosa, sino también por haberse ido a vivir a un hotel y porque su mujer lo amaba y lo ayudaba mucho en todo– y, utilizando su móvil como linterna, lee el comienzo: “Tal vez si existiera el futuro, concreta e individualmente, como algo que un cerebro superior pudiera discernir, el pasado no sería tan seductor: sus exigencias estarían equilibradas por las del futuro... Pero el futuro carece de semejante realidad (como la poseen el pasado que nos representamos mentalmente o el presente que percibimos); el futuro no es más que una figura retórica, un espectro del pensamiento... Cuando nosotros nos concentramos en un objeto material, sea cual fuere su situación, el acto mismo de la atención puede provocar nuestra caída involuntaria en la historia de ese objeto... ¡Cosas transparentes, a través de las cuales brilla el pasado!”.
Y si el futuro invisible es retórica y el translúcido pasado es historia, entonces el opaco presente es demagogia y memoria más bien selectiva y acomodaticia. Como –por encima de otros enigmas ripleyanos como lo del avión malayo, lo del sonido primigenio del Big Bang, lo de esos neo-hippies que se dedican a correr desnudos por Machu Picchu, lo de que los gastos en apuestas haya subido un 827 por ciento en los últimos cuatro años, lo de la conspiración arbitral/paranoide para impedir que el Real Madrid le gane al Barça, los del “desemparejamiento consciente” de Gwyneth Paltrow, lo del avión estrellado que no era un avión y lo del avión que se estrelló que sí era un avión pero ¿se estrelló?, lo de esa nueva propaganda de Activia con Shakira, donde descubrimos que en el estómago de la cantante hay una jungla tropical habitada por pequeñas Shakiritas pitufescas que cantan “la-la-lá”, la Suarezmanía que ruge fuera de la cueva. Súbita fiebre de amor a un político –en un país que no puede ni verlos– y que, seguro, habría inspirado al delirante de Ripley alguna buena entrada en su cosmogonía freak, una buena salida en su imperio de extrañezas.
TRES Porque ahora, para todos (incluyendo a aquellos que contribuyeron a su dimisión) era el mejor amigo, el mejor aliado, el mejor súbdito, el mejor presidente, el mejor en todo, aunque –coinciden– un mal orador público. Cosa poco transparente esta última; porque Rodríguez, en los últimos días, se ha pasado horas viendo al hombre en acción (un estadista muy Ripley si alguna vez lo hubo, ya que murió tres veces: hace ya unos cuantos años políticamente, cuarenta y ocho horas antes de morir, y finalmente cuando decidió que ya era suficiente) en los noticieros ahora al rescate de antiguas pero por siempre jóvenes imágenes. Y lo cierto es que Suárez se expresaba mejor que Aznar y Zapatero juntos, no gritaba como González, no leía con cara de qué-estoy-leyendo como Rajoy y, claro, no se tiró al suelo aquel 23 de febrero porque “yo era el presidente y porque no se me dio la gana”. Queda claro que la gente (a no ser que se trate de otro de esos cada vez más frecuentes fenómenos de histórica histeria colectiva) lo quería mucho, que estaba muy agradecida con él y que salió a la calle a despedirlo. Y así la paradoja de recordar casi compulsivamente (y selectivamente) a aquel que ya no podía recordar nada. Analistas y especialistas lamentan que –por culpa del Alzheimer– Suárez no hubiese llegado a reconocer el engrandecimiento de su figura y entrega (hace unos años, cuando fue a visitarlo su viejo colega, el rey, sin reconocerlo –pero acaso intuyéndolo– lo recibió con un “¿Tú también vienes a pedir dinero?”); y recomiendan entender su muerte como el fin de un ciclo, como la señal imposible de ignorar de que algo no funciona y como una llamada a barrer a fondo la casa que no está en orden desde hace un rato largo. También –tanto en lo estético como en lo ético– Suárez ha sido de lo más atractivo que jamás ha tenido para mostrar la derecha local y, ahora, a elevar a los altares: ese aire de playboy/dandy refinado cruza con marido/padre perfecto más el que no se le conozcan chanchullos varios, puestos decorativos y bien remunerados en empresas cuando dejó la política y –aunque muchos no lo crean, luego de ser golpeado por varias tragedias familiares– liquidado por una hipoteca a la que no pudo hacer frente. Pero no hay mal que por bien no venga, al final los recompensables son recompensados y el nombre de Adolfo Suárez próximamente pasará a ser el del ahora aeropuerto de Barajas, cada vez más fantasmal y menos frecuentado, como tantos otros aeropuertos españoles a repartir entre el siempre retrasado club de los futuros presidentes estrellados y muertos.
Aunque usted no lo crea: La Transición –como su nombre lo indica– no ha terminado aún.
Y, creer o reventar, ahí afuera –Rodríguez tiene cada vez menos ganas de salir de esa cueva del pasado– no hay futuro.
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