CONTRATAPA
La vuelta de la vida
Por Enrique Medina
Olegario hacía más de un año que intentaba tener presencia en su trabajo. Para ayudarse, sentirse fuerte, tenerse fe, le recomendaron que en los momentos difíciles tuviera un limón en su mano detrás de la espalda sin que nadie se diera cuenta y lo apretara y lo hiciera girar para sentirse protegido y poder hablar con el superior jefe mirándolo a los ojos y destacarse, superarse, y dejar de ser un simple empleado y poder erigirse jefe alguna vez, apreciado sueño que le sirvió para mantener estimulado el músculo de la ambición. Ambición natural, lógica en cualquier persona joven y con aptitudes serias y ya demostradas. Meditar, aprender, encontrarle la vuelta a la vida, fue su lema. Por esto es que a veces se daba la cabeza contra la pared, al no entender su falta de habilidad para salir del círculo de la dependencia y arrogarse individuo libre con decisión para optar otros rumbos, caminos personales, pensar el futuro. Las dificultades estribaban en que mucho espacio para desplegar sus aptitudes no tenía, no tenía dónde y a quién demostrarle su valer, ni tenía recursos extra para evitar subordinarse tanto, recursos efectivos en dinero o recursos de conocimiento, relaciones, intercambio de ideas, métodos, sistemas, otra persona en el mismo trabajo que le tirara nuevas y buenas ondas, otros comportamientos, estilos de enganche, intercambio de códigos y consejos fraternales, esto que a él tanto le faltó siempre y por lo que muchas veces equivocó la travesía de su vida desde que fuera abandonado en una parroquia donde, sin ninguna originalidad, lo bautizaron con el santo del día.
Algunas veces, Olegario se ponía autocrítico y, mientras entretenía al cliente en espera, según fuera su estado de ánimo, redondeaba su análisis de manera terminante: o se enorgullecía plenamente, deduciendo que, habida cuenta su origen, lo que había logrado no era desdeñable si se comparaba con lo que veía en la televisión (gente llorando por enfermedades incurables, por haber sido desalojada, robos, estafados, abogados presos como delincuentes, delincuentes jóvenes más jóvenes que él muertos como ratas, policías con la malla antibalas puesta muertos de un tiro en la nuca, diputados-senadores-jueces-hablando al pedo y abucheados por la gente, piqueteros, obreros exigiendo, jubilados haciendo cola, una abuela que festeja ciento cincuenta años...) o por el contrario se deprimía y golpeaba la cabeza contra la pared repitiendo sin solución de continuidad: soy-un-boludo-soy-un-boludo-soy-un-boludo-alegre-reverendo-boludazo-soyun-boludo-registrado-soy... y así hasta el martirio y era entonces que la turca asomaba la cabeza y le decía que la terminara o se había olvidado de que estaba con un cliente...
Purísima verdad, Olegario a veces se olvidaba, tantos eran sus conflictos prácticos y morales. Morales, porque cuando en el país no hubo un mango nadie venía por los servicios, y se entretenían tomando mate y mirando por el ventanucho del baño para saber si era de día o de noche, o si llovía o había sol, en aquel un ambiente primero “C” de Ciudadela donde la única ventana había sido cerrada con candado y clausurada con cartones enchinados. Y ocurrió que de tanto mirarse la cara con la turca durante 24 horas seguidas, y dale que dale tomando mate, ella le metió la mano entre las piernas y eso fue un trastorno, moral, ya que el superior jefe le había recomendado mantener distancia con el pupilaje porque un “encargado” no se mezcla con la chusma. La palabra le había sonado rebién: “encargado”, era todo un título de aquellos, ya podía legitimar su empleo ante cualquiera y sin duda que quien estuviera enfrente retrocedería un paso y lo calibraría con respeto. Durante mucho tiempo la palabreja logró mantenerlo animado y con las distancias cumplidas. Pero el tiempo, que es dios que todo lo puede según Esquilo o Sófocles (aunque Olegario no esté obligado a saberlo), junto a los pareceres de quienes fueron sus amigos umbandistas, y su propia necesidad de afecto, confluyeron para madurar su existencia. Es decir: supo compatibilizar la aflicción de haber entrado en falta por la palabra empeñada, con la necesidad natural de crecersocialmente. Meditar, aprender, encontrarle la vuelta a la vida. Así fue madurando, y aquello de “escoba buena barre bien hasta que se enchueca”, se dio. Olegario apretaba el limón y rendía cuentas, pero no como antes, cuando el superior jefe venía sin uniforme y lo mismo lo intimidaba, y él le entregaba hasta los centavos de propina que, con sangre, sudor y lágrimas (y por qué no a veces con dolor), la turca devengaba en ese desmigajado y eyaculado colchón de telgopor sin cotín, cabrilando pretensiones que a su edad se omiten y perdonan.
Pero, tal como era de esperar, Olegario y la turca le hicieron un corte de manga al superior jefe, desplegando alas por otros cielos. El brazo de la venganza, que es largo como discurso de demagogo, los alcanzó. Por más que apretó el limón y pidió perdón, tuvo que soportar una fenomenal paliza y encima marchó preso. Adentro tuvo prudencial tiempo para meditar, aprender y encontrarle la vuelta a la vida, uniéndose a los descalzos de Jehová. Ahora, ya en libertad, se golpea el pecho y enarbola la Biblia en Once y Constitución, reclamando el arrepentimiento de los que pasan con premura y de aquellos que, sentados en el césped o en bancos, también como él, tratan de encontrarle la vuelta a la vida.