Viernes, 23 de enero de 2015 | Hoy
Por Juan Forn
Pitágoras tuvo que pagarle a su primer alumno para convencerlo de que estudiara con él. Le daba tres óbolos por lección, hasta que un día le dijo que no había más plata. El alumno contestó que prefería pagar él, con tal de que siguieran las lecciones. El rumor corrió por las islas griegas y así se formó la Hermandad Pitagórica. Los babilonios y los egipcios de aquel tiempo ya sabían contar y calcular, pero con eso se habían conformado. Pitágoras creía que en las relaciones entre los números se podían descubrir, por demostración lógica, todos los secretos del universo, y de ahí vienen los teoremas. La Hermandad avanzaba a buen paso con sus teoremas pero no hacía nada por compartir los secretos del universo, cosa que despertó las iras del pueblo, que le prendió fuego a la escuela. Pitágoras murió en el incendio. La Hermandad se dispersó hasta que Alejandro Magno fundó Alejandría y, para atraer a los sabios a la nueva ciudad, siguió el consejo de su general Ptolomeo: “Reúne los grandes libros; las grandes mentes vendrán después”.
A cada viajero que llegaba a Alejandría le confiscaban los libros que traía, que iban a manos de los escribas, que hacían una copia para el dueño y mandaban el original a la biblioteca. Ptolomeo puso a Euclides a cargo de la sección matemática. Euclides llevó los hallazgos de Pitágoras un paso más allá inventando la reducción al absurdo, es decir la demostración por contradicción. A Pitágoras toda contradicción a la lógica le parecía abominable, por ejemplo los números irracionales (pi, o la raíz cuadrada de dos), así que prohibió su estudio e incluso mandó ejecutar al discípulo que le vino con la raíz cuadrada de dos. Euclides les anunció a los suyos que el abominable era Pitágoras, que los números irracionales abrirían una nueva puerta para las matemáticas, y los incitó a pasar sin miedo.
Justo entonces Julio César atacó Alejandría, prendió fuego a la ciudad y arruinó buena parte de la Biblioteca. Marco Antonio, para conquistar el corazón de Cleopatra, hizo traer entera la Biblioteca de Bérgamo, se la regaló y Alejandría siguió teniendo la mejor biblioteca del mundo, hasta que el califa Omar entró con sus cimitarras en la ciudad y decretó que todos los libros contrarios al Corán debían ser destruidos, porque eran herejía, y todos los libros que se ajustaban al Corán también, porque eran superfluos. Durante años, las aguas de los baños públicos de Alejandría se calentaban usando aquellos libros para alimentar al fuego. Los matemáticos aprendieron la lección: para no hacerse humo, la Hermandad debía expandirse sin tener su centro en ningún lado pero manteniendo contacto constante, y así empieza la tradición matemática de compartir cada duda, cada hallazgo y cada chisme con los colegas cercanos y distantes (ellos le dicen retroalimentación).
Pronto se dividieron las aguas entre las matemáticas aplicadas y la pura teoría de los números. Los interesados en la aplicación práctica trabajaban en grupo, los meramente interesados en los números preferían trabajar en solitario. Newton los acusaba de ser vulgares malabaristas del ego, que perdían su tiempo fastidiando a los demás con acertijos sin utilidad concreta. El máximo exponente de esa escuela fue un juez de Toulouse llamado Fermat, cuyo máximo placer en la vida era jugar con números y después mandar cartitas con sus hallazgos a Descartes y a Pascal. Fermat hacía cálculos mentales a tal velocidad que no se tomaba el trabajo de ponerlos todos por escrito para no frenar su razonamiento y odiaba que le preguntaran por los pasos intermedios. Le interesaban las soluciones, no las demostraciones, y le gustaba medirse con los grandes: un día agarró el famoso teorema de Pitágoras (el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos) y descubrió que, si en lugar de poner potencia dos ponía cualquier otro número, el teorema no salía. “Tengo una demostración verdaderamente maravillosa de este enunciado pero es muy angosta esta página para contenerla”, escribió famosamente y echó a rodar el problema que más canas verdes ha sacado a los matemáticos desde entonces.
Trescientos cincuenta años tardaron en resolverlo, ningún otro enigma matemático demandó tanto. Durante los primeros doscientos cincuenta fue simplemente un acertijo picasesos para matemáticos jóvenes, que aprendían a dejarlo de lado en cuanto entendían lo que había dictaminado el solemne Gauss: que su resolución no agregaría nada al progreso de la matemática. Pero uno de esos jóvenes, un alemán de nombre Wolfskehl, atribulado por mal de amores, una noche decidió suicidarse, puso el arma sobre la mesa, sacó una hoja de papel, comenzó a escribir una carta a su amada, al correr de la pluma se le filtró una fórmula entre las palabras, de a poco los números fueron reemplazando a las letras y, cuando se quiso dar cuenta, ya asomaba el sol por su ventana y Fermat había desplazado a la amada de su voluble corazón. El joven Wolfskehl resultó tener más talento para los negocios que para los números puros, con los años se convirtió en un magnate pero nunca olvidó esa noche: a su muerte en 1908 legó la totalidad de su fortuna para que se instituyera un premio a quien lograra demostrar el Teorema de Fermat.
La Universidad de Gotinga fue acumulando resignadamente en sus sótanos una montaña de fallidos intentos de alzarse con el premio. Hacia 1993 ya ningún matemático serio intentaba el Fermat: sólo los aficionados insistían, la mitad de ellos desde cárceles o psiquiátricos. Y entonces, en el Instituto Newton de Cambridge, el corazón mismo del mundo de las matemáticas (un edificio creado especialmente para reunir a los mayores intelectos matemáticos del mundo una semana al año: no hay un solo rincón privado, las oficinas no tienen puerta y hay pizarrones hasta en los baños y el ascensor), un inglesito pecoso de anteojos anunció a sus ilustres pares que había resuelto el Teorema de Fermat, trabajando completamente a solas y sin computadora, durante diez años enteros, cuando volvía de sus horas de clase en Princeton. Andrew Wiles se limitaba a sentarse a solas en la mesa y pensar, a veces doce horas seguidas, con un papel a mano, donde cada tanto garabateaba una fórmula, como el viejo Fermat. Pero, a diferencia de Fermat, él fue anotando obedientemente cada una de esas fórmulas y sus tediosos, interminables desarrollos.
Los matemáticos dicen que su especialidad es un archipiélago de pequeñas certezas desperdigadas en un mar de ignorancia. Los verdaderos avances en las matemáticas se dan cada vez que se logra un puente de una isla a otra. Los puentes a los que había apelado Andrew Wiles en su demostración eran tantos, que casi podía contarse la historia entera de la matemática a través de su disertación, y eso fue lo que hizo el hindú Simon Singh en su hermoso libro El último teorema de Fermat. Todos los locos lindos de los números están en ese libro, pero mi preferido es un anónimo colega de Wiles que lo encara cuando éste baja triunfal del estrado y le dice con indisimulada ofuscación: “Y ahora que nos quitaste el problema, ¿qué nos vas a dar a cambio?”.
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