Viernes, 23 de enero de 2015 | Hoy
Por Federico Bianchini
A mediados de primer año, la profesora de literatura Viviana Iturburu nos dio un párrafo de Huckleberry Finn para que continuáramos. Dijo: había que escribir una o dos carillas. Y dijo también que estábamos participando de nuestro primer concurso. Yo no escribía, pero la idea me gustó y cuando después de pasar el texto a la computadora pensé en corregirlo me di cuenta de que no sabía cómo.
Iturburu me hizo descubrir que había una forma de escribir bien (y que yo no tenía la menor idea de cuál era esa forma).
Ya periodista, cada vez que entrevisté a un escritor le pregunté qué es escribir bien.
Me dieron muchas respuestas.
Quizás, la que más me gusta es la de Abelardo Castillo. Abelardo dice que escribir bien es muy distinto de escribir correctamente. Que tiene más que ver con lo espiritual que con lo gramatical. Con la ética, más que con la estética.
Cinco años después terminé el colegio, empecé a estudiar ingeniería y a trabajar en una librería de la calle Corrientes. Una tarde, mientras ponía códigos de letras y números en libros y libros levanté la vista y la vi. Me contó que se acababa de separar, que estaba triste rehaciendo su biblioteca y yo pensé, lo pensaba durante sus clases, que tenía una mirada acuosa e intrigante, pero no dije nada.
En octubre de 2010, le mandé un mensaje de Facebook: le conté que escribía, que el personaje de uno de mis cuentos llevaba su nombre y su apellido. Le comenté que no estaba tan seguro de dejarlo así, pero le aclaré que si lo sacaba, lo pondría en cursiva, debajo del título, como una dedicatoria.
Me contó que había abandonado la docencia secundaria. Sólo mantenía su cargo en la Cátedra de Lingüística en la Carrera de Letras, dictaba una materia de orientación: gramática textual. El resto del tiempo se dedicaba a editar escritos de otros. Por el momento, trabajaba en su casa porque estaba enferma de cáncer y hacía tratamientos de quimioterapia. Pero todavía andaba: y con grandes esperanzas de salir victoriosa.
Me dijo, siempre escribía aunque nunca había publicado nada: “Soy excesivamente crítica respecto de mi obra”. Y que no le pidiera que me mandara sus textos. Prefería leer lo que escribían otros.
Me dio su mail. Le mandé mi cuento.
En septiembre de 2012 le volví a escribir. Le decía que era el día del maestro y no de la profesora, pero que no importaba. La quería saludar porque me acordé del concurso de relatos, de Huckleberry Finn, el párrafo incompleto.
No tuve respuesta a ese mensaje. Meses más tarde, pensé en agradecerle por aquellas clases: por transmitirnos eso que sólo los buenos profesores transmiten y busqué los mensajes que le había mandado. Por un comentario en su muro, me enteré que había muerto en marzo.
No tengo demasiado claro cómo se relaciona todo esto con la historia que sigue, mentiría si dijera otra cosa, pero algo sé: Viviana tuvo mucho que ver con que yo escribiera y, sin ninguna duda, aunque huidizas y difíciles de encontrar, las sirenas existen.
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