Lunes, 23 de marzo de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Es duro, pero les aseguro que peor que descubrirse escritor ocasional es reconocerse, ante el espejo y la pantalla –o con la pantalla como espejo–, un escritor estacional. Es casi un paso más (y un escalón menos, más abajo) en el supuesto proceso de contaminación de la mítica condición libre, desinteresada y/o puramente artística de la actividad literaria, sólo sujeta a los imperativos y caprichos de la vetusta inspiración o de cualquier forma más o menos fantasmal de necesidad interior. Qué le vamos a hacer.
La triste y si se quiere vergonzante condición de escritor estacional se nos revela con toda su crudeza en circunstancias como ésta, cuando literalmente el almanaque nos propone/impone tema y lo abrazamos con la impunidad casi lindante con el alivio que nos da encontrar un pie, un apoyo para arrancar: se vino el otoño, vamos todavía. Escribamos sobre eso. Claro que, como sucede con todos los escritos estacionales, las formas y contenidos tienden a superponerse –cuando no a calcarse– con textos/ideas anteriores. Tengo, como cualquiera, dos anécdotas al respecto.
La primera: tuve la experiencia invalorable de laburar durante un tiempo, hace más de treinta años, en Billiken. Y ahí –junto a entrañables compañeros y compañeras– hice la experiencia de escribir sobre los temas prefijados (desde los triunviratos hasta la fauna patagónica) del redundante calendario escolar: no zafarás de la Primera Junta ni del Día de la Música. Maravilloso desafío –si se quiere– a la creatividad con pie obligado; o deplorable entrega a las rutinas para recortar y pegar. No es malo pasar por esas estrecheces, si se sobrevive para contarlo.
La segunda fue para la misma época. En un encuentro de humoristas gráficos recuerdo una conferencia/clase del imborrable Dobal (inquilino por décadas de las contratapas de La Razón y de Clarín, con secciones fijas –congeladas, enyesadas– inolvidables) que sin pudor y con una sonrisa de equívoco portador de soluciones simples para problemas complejos, explicó cómo era muy fácil hacer humor cotidiano (en aquella época perpetraba De la crónica diaria) porque había una alto porcentaje de días que ya venían marcados temáticamente: los Reyes, el Día de la Madre, el 25 de Mayo, los cambios de estación. Además, los temas se repetían –la inflación, la guerra, el presupuesto de Educación, las huelgas...– y con ejemplos impresentables mostró cómo un chiste sobre Vietnam de los sesenta servía, perfectamente adaptado, para otra guerra, cómo un ministro de Economía echado o renunciante era intercambiable por otro incluso décadas después. Qué bárbaro, el incombustible Dobal...
En este caso puntual, el del consabido y bienvenido tiempo de las hojas caídas, reconozco haber incurrido en reiteradas aproximaciones/citas poéticas a las que me remitiré apelando a la indulgencia del soberano. Las alevosías de Neruda en el memorable sexto de los Veinte, donde la recuerda “como eras en el último otoño / la boina gris y el corazón en calma”; o la melancolía infinita del Molinari al que “aprieta el otoño” en una Elegía; el mismo “otoño imperdonable” de la Walsh todavía –o casi– adolescente; o el Gelman de Gotán que admite que “las últimas señales que hice para el otoño / se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos”. Hasta ahí, es el otoño bajo el mismo cielo del Sur.
Pero es inevitable no olvidar que el Vallejo que se imagina morir famosamente con aguacero en un jueves “como es hoy, de otoño” está escribiendo en septiembre, en octubre acaso, bajo los castaños de París. Qué raro. Recuerdo en más de una oportunidad haber subrayado cómo entre los desfasajes hemisféricos, las palabras ambivalentes de los poetas y ciertos lugares comunes del lenguaje hablado, el prestigioso otoño –que por sí solo no suele equivocarse– casi regularmente suscita lindísimos equívocos.
Es así nomás. Que el otoño y la primavera arranquen juntos, simultáneos, intercambien meses mano a mano en los dos hemisferios, ha hecho –por ejemplo– que la desaforada “liebre de marzo” de Alicia en el País de las Maravillas y la afirmación respecto de abril como “el mes más cruel” en La tierra baldía hayan motivado asociaciones tan apresuradas como imprevisibles en sureñas latitudes: nada de otoños en este caso, amigos míos, se trata de la primavera boreal. Lewis Carroll y T. S. Eliot están hablando de los efectos perturbadores de the spring en el lepórido desatado, y de los descorazonadores en el contemplador de nuevas lilas que irrumpen desde la tierra muerta, mezclan “recuerdo y deseo”. Es decir: la estación verde –en su versión boreal– no está necesaria, mecánicamente ligada al triunfal regreso de la vida tras la pausa invernal. Esa primavera de allá tiene sus cosas, aunque caiga en nuestro otoño.
Y el otoño de ellos también, claro, que cae cuando no debería. La literalidad mal entendida empiece por casa y una canción maravillosa como September Song, fraseada por Sinatra con la voz y la veteranía de los años que remiten, junto a la letra, a un amor de madurez y bellos días cortos de otoño, haya merecido más de una vez una carátula de disco llena de florcitas de almácigo más dignas y coherentes con Fiebre de primavera, una gansada de y con Pat Boone (y perdonen la referencia hermética). Es decir: abril y septiembre, allá, no son lo que parecen/connotan acá.
De todos modos, curiosamente o no, el equívoco primavera/otoño persiste. Por ejemplo, la idea más común de la juventud asociada a la estación de los brotes y el apareamiento hace que las chicas, hasta cierta edad que no va más allá de los veinte, sumen oleadas de hormonas y junten apresuradamente unidades anuales medidas en primaveras. Lo dice, sin pudores, el tango, depósito inagotable tanto de hallazgos como de lugares comunes en el campo de la metáfora. Y lo dice muy bien, entre otros lugares, en la alevosa anécdota de Los cosos de al lao con letra de Marcos Larrosa para la música de José Canet: “Ha vuelto la piba / que un día se fuera / cuando no tenía / quince primaveras...”. Sin embargo, por cierta contaminación que valdría la pena rastrear, cuando Homero Expósito tiene que fechar lo mismo –el momento de la partida irresponsable de la piba encandilada– y simbolizarlo en el abandono de una pilcha / tela, el Percal, mide con otra unidad de tiempo: “Percal... / ¿Te acuerdas del percal? / Tenías quince abriles...”. O sea que, a la hora de cumplir, tangueramente se cuentan tanto primaveras como abriles (por otoños). ¿Es coherente?
Pareciera que sí, al menos en ciertos casos. Por ejemplo, cuando el uso es el de la transitada nostalgia de Tiempos viejos, los “veinticinco abriles / que no volverán”, de Manuel Romero. Los hombres, desde la madurez, como peinan canas, sobrellevan “abriles”, es decir, experiencias, años cumplidos, tiempos pasados. Lo que gastaron, en suma. En el caso de las mujeres jóvenes –siempre desde la parcial mirada masculina– no se cuenta, en cambio, por experiencia acumulada sino por cantidad de floreceres irrecuperables. El hombre, incluso con nostalgia y dolor, suma; la mujer –se supone– resta y pierde.
¿Y el caso del Percal de Expósito para la bella música de Domingo Federico, entonces? En general, me gusta pensar en una contaminación hemisférica que habría que rastrear, en un bello equívoco poético en que “abriles” equivale a “primaveras”, estemos donde estemos en el mapa; además, y sobre todo, porque en castellano no me van a comparar el sonido y la resonancia del melodioso, levísimo cuarto mes, con las cansadas, interminables sílabas de todos los meses de la primavera austral. El verso –la música y el metro, digo– manda. Y si no, que lo diga el Tata, Floreal Ruiz, que siempre lo dijo tan bien.
Me encanta ser un escritor estacional. Feliz otoño para todos.
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