Viernes, 10 de abril de 2015 | Hoy
Por Juan Forn
Después de la Segunda Guerra, mientras esperaba con las valijas hechas el permiso para irse de Hungría para siempre, Sándor Márai pasaba las horas en un sótano de la Biblioteca Pública de Budapest, entre pilas de diarios viejos que aguardaban la hora de ir al fuego, leyendo crónicas de la vida húngara de entreguerras redactadas por colegas suyos ya olvidados por sus compatriotas. “Como buscan el agua subterránea los animales y las plantas en épocas de sequía, así buscaba yo, en las palabras de aquellos poetas que terminaron perdidos en las tabernas y redacciones, aquello que me quería llevar de mi país.” Siempre quise saber quiénes eran esos autores de los cuales Marai se nutría y despedía en secreto en aquel sótano, y la semana pasada tuve oportunidad de descubrir uno, por puro azar, cuando un librero de Buenos Aires me regaló de onda un desvencijado ejemplar de Viaje en torno de mi cráneo, de un tal Frigyes Karinthy.
Frigyes es la manera húngara de decir Federico, pero a Karinthy todo el mundo lo conocía por Frik. No había autor más popular en Budapest, en los años ’30: escribía tres columnas semanales, divertía y se divertía por igual, de todo sabía y de todo opinaba (fue el inventor de la teoría de los seis grados de separación con su cuentito “Cadenas”, en el que sostenía que no había persona en el mundo a más de seis amistades de distancia de él) e igualmente famosa era su perpetua precariedad económica. Un día, en el Café Central, Karinthy estaba haciendo un crucigrama y delineando mentalmente una de sus comedias teatrales cuando “empezaron a partir los trenes”. Dejó pasar tres, pero al cuarto se dijo: “En Budapest ya no hay tranvías, la estación de tren está lejos y yo no estoy loco, de manera que debe tratarse de una alucinación auditiva”. Como la trepidación ferroviaria cesó a los quince minutos, Karinthy siguió con su vida cotidiana (“Estamos haciendo vida de solteros con mi hijo porque mi esposísima está estudiando freudismo en Viena”), que ese día consistía en ir a los mataderos a hacer una nota (“Al recibir el mazazo, el buey se desploma como un montón de ropa al que se le quita la percha”), de ahí al cementerio para otra nota, sobre cremación (“El cadáver no es algo tan muerto como suponemos”) y luego al ensayo de una de sus obritas (“He decidido titularla Enfermos sonrientes, me convencieron los actores”). Pero, a su paso por el Café Central, nota que en el gran espejo las figuras ondulan, y cuando lleva a su hijo a la escuela éste le dice: “¿Por qué te desvías a la derecha todo el tiempo?”, y por la noche recibe una carta de su esposa Aranka que dice: “¿Y a ti qué te pasa? Has cambiado tu caligrafía, no puedo descifrar tu letra”.
Los médicos amigos que encuentra a su paso lo toman a la chacota: “Es una intoxicación de nicotina. Deja los cigarrillos egipcios y la vida de café por unos días. No confundas enfermedad con malas costumbres”. Hasta que un oculista accede a revisarlo, y descubre una papila edematosa en el fondo del ojo, y convoca de urgencia a colegas de otras disciplinas (están en el Hospital Mayor de Budapest) y se decide dejarlo internado para una batería de análisis. No sólo le revisan la vista, el oído y la coordinación, también el olfato: le dan a oler ajos y frutillas, le piden que diga la diferencia. Le preguntan cuál es su situación económica. La de siempre, contesta jocosamente Karinthy. Una enfermera lo reprende: “No debería mostrar buen humor en su estado”. Recién ahí le cae la ficha a Karinthy: “De pronto no hay punto fijo en ninguna parte. Aún me encuentro en la mitad de ese instante, tan largo como una noche entera, cuando comprendo que todos me tratan demasiado bien, es decir que algo está mal”.
Ese algo es su cerebro. Karinthy padece un tumor, en una época en que los tumores cerebrales tenían más de un 80 por ciento de mortalidad. Si no se opera urgente, quedará ciego (y ése es sólo el primero de los síntomas que le esperan), pero nadie en Hungría está capacitado para operarlo. El único capaz de salvarlo en toda Europa es una eminencia sueca, el profesor Olivecrona, con quien ya se han comunicado y quien lo espera con el quirófano listo en su clínica de Estocolmo. Todo esto es relatado en tiempo real porque Karinthy ha comenzado a contar en sus columnas lo que le sucede desde que oyó por primera vez los trenes fantasmas. Sus amigos inician una colecta para pagar viaje y operación: sobres anónimos con billetes arrugados llegan desde todos los rincones de Hungría. Los lectores siguen paso a paso el trayecto del coche cama que parte de Budapest a Viena y cruza luego toda Alemania con rumbo norte, cada vez más al norte. En cierto momento Karinthy siente que el tren está bailando y sale en pijama al pasillo y abre la puerta al final del vagón y ve mar a su alrededor. No está alucinando. El coche cama va en un transbordador: están cruzando a Suecia.
“Desde los cinco años preferí las fábulas de Kepler y Newton a las de los hermanos Grimm. Siempre quise saber cómo funcionan las cosas”, le dice a Olivecrona al llegar a la clínica, pero el cirujano prefiere de interlocutora a Aranka, la esposa médica de Karinthy, que también es la encargada de tomar al dictado el folletín de su marido y repetirlo después por teléfono al diario de Budapest. “No van a dormirte durante la operación porque eso aumenta los riesgos. Pero no temas, el cerebro no siente dolor”, le dice. “Ojalá doliera”, nos dirá Karinthy, acostado boca abajo en el quirófano mientras sordos ruidos oír se dejan en la parte trasera de su cráneo. “Porque esto no es natural, no es normal, es casi mal educado.”
Luego de la operación, Olivecrona se presenta en la habitación del paciente, le pregunta a Aranka si ya le ha dado la noticia al marido. Aranka le evita la mirada. “Lamento decirle –murmura el cirujano a su paciente– que es humanamente imposible conservarle la vista.” Se hace un silencio espeso en la habitación. Debajo de su turbante de vendajes, Karinthy dice: “Sus ojos son azules, profesor. Recién lo noto”. Y, ante el estupor de quienes lo rodean, pide a Aranka que le alcance el libro de Thomas Mann que estuvo leyéndole en voz alta y, en un momento inolvidable, nos describe la sensación de poder ver con sus propios ojos las palabras que hasta entonces sólo podía oír de boca de su esposa. Una comitiva diplomática irrumpe en la habitación, comienza a hacerle reverencias a Olivecrona y a decirle: “En nombre de Hungría, gracias”. El cirujano se vuelve hacia el paciente y le dice: “¿Pero quién diablos es usted en su tierra?” Sándor Márai podría habérselo explicado.
En el prólogo a una edición reciente en inglés de Viaje en torno de mi cráneo, Oliver Sacks cuenta que Karinthy volvió a Budapest, retomó su gozosa rutina (autobautizado “el tumorista”) y un año después murió de golpe cuando se ataba los cordones de sus zapatos. Dice Sacks que descubrió Viaje en torno de mi cráneo cuando era estudiante secundario en Inglaterra, a los quince años, en una edición popular de divulgación, y que por ese libro decidió ser neurólogo, y que cada vez en su vida que encaró un libro nuevo pensó en Frik Karinthy, se encomendó a su espíritu y simplemente se dejó llevar.
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