CONTRATAPA

El hombre que nadaba en mercurio

 Por Juan Forn

Entre las muchas cosas que se escribieron acerca de Oliver Sacks luego de su muerte hace unos días, encontré una semblanza de la alemana Sabine Henlein que contaba una sesión de natación con Sacks en una residencia de escritores hace dos años. Sacks llegó invitado a dar una charla, estuvo rodeado de admiradores desde que llegó hasta que se fue pero, en la mañana antes de partir, bajó a nadar al lago que había junto a la residencia. Sacks acababa de cumplir ochenta años y, a causa de sus problemas de visión, necesitó la ayuda de su pareja, el escritor Bill Hayes, quince años menor que él, para llegar caminando hasta la orilla, pero una vez que se calzó las antiparras y se sumergió, estuvo en su elemento: su compañero llevaba una estrambótica gorra de silicona verde flúo para que Sacks pudiera seguirlo sin desviarse. Sus brazadas eran firmes y elegantes. En tierra era un anciano vacilante pero en el agua era joven. En el centro del lago había un promontorio de rocas lisas donde los nadadores descansaban cada mañana antes de emprender el camino de regreso. Sentado en una piedra con el agua a la cintura, la cara vuelta al sol y las antiparras colgando del cuello, Sacks comenzó de pronto a recitar en voz baja la tabla periódica de elementos de Mendeleiev: “Uno, Hidrógeno. Dos, Helio. Tres, Litio. Cuatro, Berilio...”. La alemana no entendía si Sacks estaba rezando o practicando algún rito nemotécnico hasta que al llegar número setenta y nueve (Oro) y el ochenta (Mercurio), hizo una pausa, dijo: “Cumplimos ochenta y nos transformamos en líquido”, y se volvió a calzar las antiparras para encarar el regreso.

Cuando se filtró a la prensa en febrero de este año que padecía un cáncer terminal, Sacks publicó en The New York Times tres columnas autobiográficas dedicadas a la natación, a la tabla periódica de elementos y al final de la vida. En ellas contaba que su padre había sido un gran nadador y que de él aprendió, contemplando hasta la hipnosis desde el borde la pileta las brazadas lentas y rítmicas de su progenitor, que podía ser nervioso y torpe en tierra pero encontrar otra identidad en el agua. Pero eso fue después de la Segunda Guerra. Sacks creció en los años 30 en el barrio judío al norte de Londres. Su padre y su madre eran cirujanos, trabajaban largas horas, así que el pequeño Sacks pasaba las tardes en la fábrica de su tío, que quedaba a mitad de camino entre su casa y la escuela. El tío Dave era conocido en la familia como el Tío Tungsteno porque fabricaba bombitas eléctricas (llamadas Tungstalite.) Las manos del tío Dave estaban indeleblemente tiznadas de negro después de una vida dedicada al contacto con el tungsteno. Al pequeño Sacks no le daba rechazo sino fascinación: creía que tener tan impregnado el cuerpo de aquel portentoso metal hacía invulnerable al tío Dave. El pequeño ya sabía de metales, por mera observación casera: sabía que algo tan blando como el óxido podía roer hasta el polvo algo tan macizo como la cortadora de pasto de su casa, hecha enteramente de hierro y tan imposible de mover para él. Pero a través del tío Dave descubrió que un metal líquido como el mercurio era más pesado que uno macizo como el plomo: si se sumergía una bola de plomo en un bol de mercurio, flotaba; en cambio, si se sumergía una barrita de tungsteno del mismo tamaño se iba derecho hasta el fondo. “Este es mi metal, siéntelo”, le decía el tío Dave y le explicaba que el tungsteno se diluía a tan alta temperatura que sólo se lo podía maniobrar con herramientas hechas en platino. Luego procedía a mostrarle la tabla de Mendeleiev que tenía colgada en la pared: “Wolframio, de ahí viene el tungsteno. Ahora subamos por la tabla, y llegamos al Osmio, al Iridio y al Plutonio. Son tan potentes e inestables que todavía no se los puede controlar. Pero llegará el día...”, decía el tío Dave y le señalaba al pequeño Sacks un bulbo que tenía en su oficina sobre un pequeño pedestal donde se leía: “¿La Lámpara del Futuro?”. El bulbo no tenía filamento aún.

Entonces llegó la guerra y los bombardeos a Londres y las escuelas se trasladaron al campo por precaución y los niños marcharon pupilos. Al pequeño Sacks lo enviaron a un internado donde el rector y sus compañeros lo sometían a indignidades cotidianas (“¡Mira lo que me has hecho hacer!”, le dijo un día el rector luego de romper su bastón dándole azotes, y descontó el importe de un nuevo bastón del estipendio que le enviaban los padres a Sacks). Mendeleiev había descubierto la clave para ordenar los metales en un sueño, luego de años de partirse el seso en vano. Sacks se acostaba cada noche con esa tabla en su cabeza, amparándose en su orden cósmico: todo período comenzaba con un metal alcalino y desembocaba en un gas inerte y así se pasaba al siguiente estadio, en el que un metal más pesado desembocaba en un gas más denso. Pasó la guerra, llegó la natación y luego la decisión de estudiar medicina, y neurología en particular: “La palabra clave en neurología parece ser déficit, el estudio de la pérdida de funciones en el cuerpo, pero en mi experiencia las enfermedades no son mera pérdida: siempre hay una reacción en el organismo afectado de reemplazar, de compensar la función perdida, al menos en parte, y así preservar la identidad del todo, por extraño que suene”, diría años después, para consternación y luego reconocimiento del mundo médico.

Un día su padre le comentó al pasar que no veía que tuviera muchas amigas mujeres. “¿Prefieres amigos varones?”, le preguntó inocentemente, y así fue cómo descubrió la homosexualidad de su hijo. “No se lo cuentes a mamá, no hace falta que lo sepa”, rogó el hijo en vano. La reacción inicial de la madre fue fugaz pero indeleble: “Eres una abominación”, le dijo llorando. Sacks nunca adjudicó a la reacción de sus padres sino a la chatura de la Inglaterra de los 50, y su legislación que condenaba penalmente a los homosexuales, las razones de su exilio a Canadá, luego a San Francisco y finalmente a Nueva York. Ese es el Oliver Sacks que conoce el mundo: el médico que logró resultados asombrosos con autistas y todo tipo de pacientes neurológicos, el que no dejaba de contestar una sola carta de los lectores de sus libros que le contaban sus penurias, el que sostuvo que los avances biológicos de la medicina no debían cegar al médico de las idiosincrasias de sus pacientes.

Sólo cuando se jubiló de la práctica clínica, a los setenta, se permitió hacer pareja por primera vez en su vida. Bill Hayes seguía a su lado cuando Sacks murió hace pocos días, a los ochenta y dos. Hasta marzo de este año, siguió nadando una milla por día, guiándose por la gorra verde flúo de su compañero. En su escritorio quedaron varias piezas de bismuto de pequeño tamaño, enviadas por amigos y lectores de distintas partes del mundo al leer la noticia de su cáncer terminal. Se las enviaban como talismán (el bismuto es el elemento número 83 de la tabla periódica), sabían que Sacks tenía especial simpatía hacia ese metal modesto, opaco, de nula toxicidad y agresividad, que atrae tan escasa atención como aquellos pacientes a los que dedicó su vida.

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