CONTRATAPA

Sollozos

Por Roberto Cossa

En mis años mozos el café cortado no tenía buena imagen. Por ejemplo, en el bar Luxor de Cuenca y Melincué nadie pedía café cortado. No quedaba bien. Nadie lo decía, pero era un síntoma de flojera. Hasta de cierta femineidad. No llegaba a ser de maricón. Eso no. De maricón era jugar al tenis. Pero, de hecho, nadie pedía café cortado. Y el que lo pedía aclaraba que se debía a razones de salud. Si alguien padecía de úlcera, tenía el permiso de alivianar el brebaje con un chorrito de leche. Estaban, además, los ortodoxos, los que lo tomaban amargo. Yo, entre ellos. Eramos una minoría y sentíamos una especie de superioridad por esa costumbre que nos distinguía.
Yo hice hábito del café sin azúcar gracias al Colorado Vladimiro, que lo tomaba amargo y, además, cargado. Vladimiro era un tipo distinto, cinco años mayor que yo, muy culto y siempre más avanzado que los demás. Cuando todos eran socialistas, él se hizo comunista y cuando todos se hicieron comunistas, él se hizo trotskista. Alguien me contó que a fines de la década del ‘60 ya era peronista.
Vladimiro, que era empleado municipal, llegaba al bar todos los días a las siete en punto de la tarde y se quedaba hasta las diez de la noche. Se sentaba en la misma mesa frente a la ventana y comenzaba a tomar café, uno tras otro, “amargo y corto”. Y hablaba, hablaba todo el tiempo. Más que hablar, daba clases.
No éramos muchos los que compartíamos su mesa. A la muchachada la entretenía más hablar de fútbol o jugar al billar. A mí, en cambio, su charla me fascinaba, aunque a veces tenía dificultades para seguirlo. Tampoco podía empardarlo en la seguidilla de café. Cada tres pocillos que se tomaba Vladimiro, yo tomaba uno. Pero gracias a Vladimiro supe de la existencia de Marx, de Engels y de Trotsky. Y por seguir a Vladimiro descubrí el placer del café amargo.
Dejé atrás a Vladimiro allá por el año ‘57 cuando abandoné Villa del Parque, mi barrio, para siempre. Pasaron muchas cosas en todos estos años y muchas cosas cambiaron, entre ellas el hábito del café cortado. Hoy por hoy la mayor parte de la gente, viejos y jóvenes, piden “un cortado” con total naturalidad. Y hablo de los hombres, por supuesto.
Es curioso. En mis tiempos el cortado casi no existía. En un bar de Villa Devoto, al que conocíamos por “El vómito negro”, el cortado propiamente dicho consistía en un vaso de un cuarto de litro, mitad moscato y mitad fernet.
Pero así son las cosas. Yo me mantuve fiel al café amargo y eso que no soy un ortodoxo ni un sectario en ninguna de las cosas de la vida. En el ‘73 estuve a punto de hacerme peronista, pero nunca le aflojé al café negro y amargo. Sigo sin entender al tipo que le gusta el café y lo destruye con un chorrito de leche, nada menos.
Todas estas reflexiones nacieron después de lo que me ocurrió días pasados. Participaba yo de una larga mesa de convite vespertino en el Petit Café de Diagonal Norte y Carlos Pellegrini –donde reinaba en forma casi absoluta el café cortado– cuando vi pasar a Vladimiro. Era él. No había cambiado mucho. Salí a su encuentro y nos pegamos un abrazo. Luego lo introduje en el local y nos arrinconamos en una mesa alejada. ¿Qué había sido de nosotros? El sabía de mí por mis estrenos y mis apariciones públicas. Le pregunté por su vida. Me contó que estaba jubilado, pero que se ganaba unas extras en la Legislatura como asesor de un diputado de Macri.
Yo estaba tan exultante que ni escuché lo que me decía y le grité al mozo: –Mario, un café... ¡Y que sea corto, qué carajo! ¿Vos qué tomás, Vladimiro?
–Una lágrima.

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