Viernes, 2 de octubre de 2015 | Hoy
Por Juan Forn
En el tedio de las horas de la siesta en el verano, un chico de tres años observa desde la penumbra a su abuelo sentado en un sillón bajo el círculo de luz de una lámpara, inmóvil, concentradísimo, con un libro en las manos. Al nieto le gusta copiar todo lo que hace el viejo, así que arrima una silla a los estantes de la biblioteca, saca un libro y va a sentarse en los escalones de la puerta de su casa, con el libro abierto sobre las rodillas y la misma expresión de su abuelo. La casa queda a una cuadra de la estación de Adrogué. Cada media hora pasan por la calle los que bajan del tren. A la hora de la siesta son pocos. Uno de ellos, el único que repara en él, se frena y le muestra sin decir palabra que lo tiene al revés. El año es 1943. El chico, cuando crezca, va a sacar de la galera una celebrada teoría que dice que todo cuento cuenta dos historias en realidad. Y que la idea se la dio, se la dieron, los cuentos de Borges. En 1943, la familia de Borges todavía pasaba los veranos en el Hotel Las Delicias de Adrogué. De manera que ese pasajero que le enderezó el libro al chico sin decir palabra bien pudo ser ya sabemos quién. El chico que se sentó con el libro al revés se llamaba Ricardo Piglia; el que se levantó, con el libro al derecho, ya era Emilio Renzi: ya tenía a Emilio Renzi viviendo en su interior, aunque aún no lo supiera.
Piglia usó a Renzi como alter ego en todas las historias que contó. Pero eran novelas, eran cuentos, esas historias. Ahora Piglia publica por fin sus famosos diarios. Estamos, supuestamente, en el terreno más franco de la noficción, de la antificción (esa idea de que en sus diarios los escritores dicen la verdad) pero Piglia nos da, en cambio, los diarios de Emilio Renzi. A lo largo de las páginas, Walsh es Walsh, Viñas es Viñas, Briante y Saer y Di Paola son Briante, Saer y Di Paola, pero Piglia es Renzi. Y Renzi no sólo escribe las cosas que le pasan, también las comenta con un sujeto sin nombre, que lo escucha paciente y resignadamente, en un supuesto presente: mientras se preparan para la publicación esos diarios, mientras un Renzi crepuscular dicta y repasa fragmentos de esos 327 cuadernos. Los famosos diarios de Piglia, esos legendarios 327 cuadernos escritos a lo largo de cincuenta años, ese venerable corpus que la crítica esperaba con fruición, es nada más que el crudo, la materia prima, la pasta base con la que Piglia ha armado el libro de Renzi por antonomasia: ese lugar donde Renzi recorre y comenta su historia al tipo que lo inventó, a su acompañante perpetuo desde 1943.
Yo esperaba la publicación de los diarios de Piglia con la ilusión de enterarme lo que me faltaba de la historia de Steve Ratliff, ese norteamericano con mal de amores que abandonó una promisoria carrera literaria en Nueva York para seguir hasta Mar del Plata a una mujer que se había casado con otro. Piglia lo conoció de adolescente en las mesas de adelante del Ambos Mundos, ésas que había que sortear para llegar al salón comedor y que las familias de antes encaraban con la mirada baja antes de sentarse a comer el mejor puchero de Mar del Plata. En las mesas de adelante bebían y fumaban los que no tenían o no querían tener familia. Desde esas mesas, el ya cachuzo Ratliff hizo leer al joven Renzi “los libros que hacían falta” y lo preparó para que pudiera comprender qué era lo que estaba buscando, “sin perder esa ingenuidad que es indispensable en un lector de ficciones”. En Prisión Perpetua, mi libro favorito de Piglia, Ratliff quedaba bebiendo solo en una mesa del Ambos Mundos, esperando que aquella mujer que había terminado matando a su marido saliera de la prisión de Dolores. En los Diarios reaparece, ¡alegría!, pero apenas: aparece tan poco que me mandó de vuelta a Prisión perpetua y pude experimentar eso mágico de releer un libro: esta vez, la historia de Ratliff ya estaba toda contada ahí.
Pero sigo con las mesas de adelante del Ambos Mundos porque el joven Renzi también conoció ahí a otro personaje decisivo en su vida, una especie de hermano astral, de su misma edad, Cacho Carpatos, que iba al mismo año pero al industrial, porque Cacho era un enfermo de los motores y la velocidad, pero también tenía adentro el mismo bicho que Renzi: quería tomar al mundo por asalto. En su caso, literalmente: se hizo ladrón profesional al terminar el secundario. Así se lo resume a Renzi tres años después, cuando vuelven a encontrarse en Mar del Plata: “Se puede vivir fuera de la ley cuando tus cualidades exceden las normas sociales”. Mientras Renzi estudiaba historia en la universidad en La Plata, Cacho estudiaba el arte de robar. Sigue vistiendo con su elegancia displicente de siempre, pero ahora tiene las manos rotas de un obrero, porque entra forzando rejas y ventanas a robar en casas de los ricos. También tiene, a su lado, a una rubia, Bimba: mezcla de mujer fatal y muchacha simple, sin filtro, sin escrúpulos, sin fondo.
Cacho visita a Renzi en autos robados, que pone en dos ruedas a velocidad suicida. Lo lleva al casino a jugar con plata robada. Le deja discos y libros que saca para él de las casas donde roba. Aparece por La Plata, se lo lleva a Buenos Aires. Le gusta ir a ver despegar los aviones de madrugada. Le gusta Renzi de compañía cuando hace logística por los barrios ricos del norte de la ciudad. Hablan de Marx, de Brecht, de Godard y de Arlt, hablan (en broma) de la novela que Renzi va a escribir sobre él. Cacho labura sólo sábados a la noche, se clava una anfeta para estar fino, y es fino como un gato. Una vez zafa subido a un árbol de los policías que lo buscan con linternas por el parque de una casona. Nunca lo pescan robando pero cae en una redada a un garito. Cuando Bimba y Renzi consiguen sacarlo, Cacho sale tenso, nervioso. Le pegaron, querían que marcara gente. A los pocos días se fuga y le deja a Renzi su depto en la calle Ugarteche. Estamos a fines de 1965, la noticia del día es un espectacular robo a un banco en San Fernando. Renzi se obsesiona, empieza a entrevistar testigos y fuentes policiales, anota en su diario: “Acaso en el final de la novela sobre Cacho él esté en el departamento de Montevideo con esos tres pistoleros, aguantando 16 horas contra 400 policías, gases, fuego, balas, bombas, ellos queman la guita y gritan: ¡Vengan a buscarnos, guanacos!” Es Plata quemada, por supuesto, pero todavía faltan treinta años para que Piglia la publique, en 1997.
Este primer tomo de los diarios llega hasta 1967. En 1966 Cacho y Bimba caen presos. En una cueva frente al Casino de Mar del Plata Cacho vendió un Rolex que había robado y puso su nombre real. La policía lo rastreó hasta agarrarlo. Allanan el depto de Ugarteche cuando Renzi no está, requisan dos valijas de joyas, tres revólveres y bolsas de plata. Renzi se esconde en Adrogué, en la casa del abuelo. Se encierra a escribir como si fuera una réplica del encierro de Cacho. Imagina obsesivamente que vuelve al depto de Ugarteche para escribir ahí el libro. Visita a Cacho en la cárcel, le lleva cigarrillos, milanesas y latas de duraznos en almíbar. “Cada vez que voy a verlo es él quien me reconforta a mí”, escribe en su diario. “Ibamos a conquistar la ciudad los dos, cada uno a su manera”, dice páginas más tarde. “Los mejores cuentos son siempre confesiones”, se lee páginas después. Y a continuación: “Las lentas retiradas: cuando se empieza a leer cada vez menos a un poeta, a ir cada vez menos a un bar, a visitar cada vez menos a un amigo, como quien retrocede por un pasillo oscuro al tanteo, sin dejar de mirar pero sin despedirse del que nos mira alejarnos”.
Como me pasó con Ratliff en el primer tomo, no veo el momento de que salga el tomo dos para saber qué pasa con Cacho Carpatos: en qué se convierte dentro de la mente de Renzi y afuera. Quizá me pase lo mismo que con el primer tomo, pero estoy seguro de que esta vez voy a encontrar algo, porque en la solapa anuncian que el segundo tomo se va a llamar “Los años felices (1968-1975)” y es casi imposible que en los años felices de Renzi no esté Cacho Carpatos.
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