Sábado, 20 de febrero de 2016 | Hoy
Por Sandra Russo
El teórico francés Gilles Lipovetsky estuvo dando entrevistas sobre su último libro, La estetización del mundo (Anagrama). El es, desde hace más de dos décadas, uno de los mayores intérpretes de lo que con cierta fascinación burguesa se llamó “posmodernidad”, y que, como fenómeno, fue contemporáneo a lo que en su momento se llamó “globalización”.
Aunque Lipovetsky continúe usando esa categoría, posmodernidad, a la luz de veinte años agregados de perspectiva, uno podría inclinarse por pensar que lo que ha hecho el francés con imágenes por cierto atractivas y buenos puntos de mira, logrando enfocar escenas de la vida cotidiana, política y económica que se corresponden con la fase actual del capitalismo, es naturalizar, de un modo efectivo, lo que ha visto, lo que le ha interesado, lo que finalmente ha ejercido sobre él mismo una seducción inocultable. Cabe aquí un mínimo señalamiento: a la modernidad le correspondieron los grandes amores, las grandes pasiones, las revoluciones, las causas, los pueblos, las patrias, todo aquello que Freud describió como las “emociones de graves consecuencias”. A la posmodernidad le va la seducción, el jugueteo, la histeria, el flirteo, y no sólo como modos de relación entre personas, sino básicamente como modos de relación con las ideas.
El polaco Zygmunt Bauman, creador de la imagen de lo líquido –como contrapartida de lo sólido– para percibir los productos políticos y psíquicos de la posmodernidad, decía que el problema de Lipovetsky era que se había identificado con su objeto de estudio. Lipovetsky es, en ese sentido, el opuesto del Scott Fitzgerald que en su Cruck Up describía el quiebre de un hombre cuando se identificaba con el objeto de su compasión. Lipovetsky no corre riesgo de la grave consecuencia de quebrarse: no se compadece ni ofrece resistencia. Navega descriptivamente por las aguas frías y plastificadas de aquello en lo que se han convertido nuestras vidas cuando no hay anticuerpos para ofrecerle a esa inercia un modelo antagónico vital, radical, colectivo.
Es sugestivo el título de su libro, La estetización del mundo, y me di cuenta no por agudeza sino por un error de tipeo: escribí La estatización del mundo. Cuando corregí, advertí que se trataba, en una observación nueva, de la grieta. La estatización versus la estetización. El Estado por un lado, terciando y regulando entre todo lo que no es par en una sociedad, y la estética por el otro, reemplazando la visión del vacío que deja el Estado cuando se retira. En rigor, no deja vacío, y aquella fue la primera trampa lingüística de Lipovetsky. Deja conflicto. Hoy vale esa oposición, toda vez que en la Argentina se produce a cada instante ese combate simbólico.
Cuesta mucho antagonizar esos dos relatos, porque ya no se trata de izquierdas y derechas conocidas. Nuestra grieta es coja. No tiene dos pilares de relatos, como de hecho tuvo a lo largo no sólo de nuestra historia nacional, sino a lo largo de todas las historias nacionales del mundo. Hay un trasfondo de angustia que deviene justamente de no poder establecer casi nunca un diálogo o un debate real. Para el diálogo se requieren dos hablantes. Aquí hay una parte, la que es ahora oposición, que sostiene un relato que no ha inventado sino que ha recogido de la historia, levantado y rehecho en los últimos años. El gobierno macrista, por su parte, no tiene habla. No dice nada cuando habla. No tiene sentido lo que dice. No paga ningún costo por decir cualquier cosa. Se reserva el derecho a la mentira, porque no tiene el menor compromiso con la palabra. Macri puede decir que llueve de abajo para arriba, y nadie se sorprende. Precisamente, y ahora será bueno ver qué dice Lipovetsky –que por supuesto ni pensó en Macri– sobre las nuevas formas de poder, que no se apoyan en relatos históricos, porque prescinden de la historia, sino en la construcción permanente de imágenes que hacen de soporte al poder. Nada es ética. Todo es estética. Lipovetsky es apenas un señalador de la “hiper modernidad”, en la cual, según él, la cultura ha devenido producto de mercado, lo cual es “positivo” porque “desjerarquiza la cultura” y la vuelve fenómeno de masas, visto esto como una “democratización”. Todo lo que está en la góndola de la oferta y la demanda es, así, sinónimo de democracia, en un movimiento de lenguaje que oculta a qué se le llama democracia: no a algo vinculado con el poder, sino a algo vinculado con el mercado.
Nunca debe dejar de señalarse este enloquecimiento del lenguaje que padecemos. Meten presa a la gente en nombre de la libertad, palpan de armas a jóvenes trabajadores en nombre de la seguridad, despiden empleados estatales en nombre de la eficiencia, mientras sientan a un perro en el sillón presidencial y se hacen fotografiar en Coto palpando kiwis. Hablan del respeto por el que piensa distinto pero quieren extirpar al que piensa distinto, hablan de la libertad de expresión inaugurando la etapa más negra de la democracia en términos de multiplicidad de voces. Y en los medios, nadie capta ninguna contradicción.
Descubriendo uno de los mecanismos del capitalismo salvaje que penetra por todos los poros de la subjetividad, Lipovetsky llama “capitalismo artístico” a la estetización de las interioridades de las personas, es decir, al alcance de las transacciones comerciales sobre las emociones y la sensibilidad de millones de ciudadanos. Celebra, por ejemplo, que los museos más importantes del mundo admitan en sus agendas los desfiles de moda. El teórico de la posmodernidad tiene tan incorporado el punto de vista de aquello que describe, que postula que no se trata de que la cultura se haya mercantilizado por completo, sino que esa cultura “ha dejado de excluir” a la moda. ¿O acaso no hay cultura en la moda? Por supuesto que la hay. Pero en ese meter y sacar palomas de la manga, el lenguaje se hace torvo, retorcido. La “exclusión” nunca pasa en ese análisis por los millones de personas en el mundo que están excluidas de sus derechos más básicos y que nunca en la vida pisarán ni un museo ni un desfile de moda: se reduce, casi perverso, a hacer recaer el concepto en la “inclusión” triunfal de todo en el mercado. El “excluido” es el que no tiene la oportunidad de ser considerado como una opción de compra.
En un repaso por su lenguaje confluyen conceptos similares. Las jerarquías, por ejemplo. No le interesa qué jerarquías sociales aplastan a otras. Usa la idea de jerarquía como si perteneciera al pasado, a la modernidad, como si en las sociedades actuales no existiera el problema del poder, como si esa cultura posmoderna de la que es experto no estuviera sostenida en ningún orden jerárquico ni entre distintas culturas entre sí, ni entre distintos sectores de una misma sociedad. “Me parece muy positivo cuestionarse las jerarquías –dijo en un reciente reportaje–, la línea divisoria entre el arte puro y el comercio. Esta oposición rígida es lo que se contesta en el libro: no, la motivación económica no mata la creación, la democratiza”.
Así, en ese horizonte posmoderno, donde no hay política y donde no hay historia, irrumpe la palabra democracia, pero apenas como una convención sobre una horizontalidad que no se refiere a la igualdad entre los cuerpos, salvo que todos ellos se atengan a sentarse frente a la pantalla. Lejos, muy lejos de un sistema político representativo de sectores eventualmente populares. Ni la mente ni los ojos de Lipovetsky contemplan ningún paisaje desharrapado. Habla de un mundo de gente linda, de un mundo Hola. La democracia está allí donde al dinero se le reconoce su legitimidad y hasta su derecho a marcar con su tinta fresca la cultura. La democracia real no está en agenda. La muerte posmoderna consiste en no estar en agenda.
Como habla desde ese no lugar que no lo compromete más que con lo que entra por los ojos, él mismo como pensador estetizado, Lipovetsky analiza el “capitalismo trans/artístico” tomando como corte el siglo XIX, cuando se inauguró el Bon Marché: el consumo dejó de ser algo útil y se convirtió en espectáculo. Lo que hace no es más que volver a decir que el marketing, con su lógica de venta no de productos sino de emociones, ha reemplazado en la política a la propia política, y comanda una batalla de imágenes que se imponen sobre los contenidos.
Consultado sobre su propia advertencia desde hace años, sobre una inevitable y creciente polarización entre una pequeñísima minoría opulenta y una amplísima mayoría explotada (no usa la palabra “explotación”, claro), Lipovetsky explica que “la desigualdad económica se acentuará, los gustos serán cada vez más homogéneos en cada clase, y el resultado paradójico de esta democratización estética será una creciente ansiedad entre las clases no pudientes.”
Así describe el sufrimiento, como “una creciente ansiedad entre las clases no pudientes”. Así se revela el daño colateral de la concentración de la riqueza. Así se roza lo que habita más allá de la careta estetizada de esta extraña “democratización” que por aquí lleva adelante el macrismo. Hablan de democracia, de libertad, de creación de empleo, de pobreza cero, de lucha contra la corrupción, de lucha contra el narcotráfico, de pluralismo. Desde el peronismo, otros que alguna vez han usado ese lenguaje en serio, lo repiten en alianza con el vacío. No registran, en esa fascinación de bienestar de cartón corrugado que los acerca al macrismo, lo que el pueblo, en su dimensión primaria, en su corporeidad, vive como un padecer y un despojo cotidiano.
Nunca como hoy la costosa batalla cultural requiere que la pelea se libre sílaba por sílaba. Es la única manera de hacer visible lo invisible, y volver a instalar las grandes palabras en la agenda. Es mentira que estamos condenados a la posmodernidad. Es una certeza de artificio. La historia golpea desde el pozo donde la han enterrado, y aunque de lejos, se escuchan todas esas palabras grandes y hondas sin cuyo sentido hecho carne no se puede avanzar.
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