Sábado, 20 de febrero de 2016 | Hoy
Por Ariel Urquiza
Escribí este cuento varios meses después de haber dado por terminado el libro Ni una sola voz en el cielo. Ya lo había corregido, ya había hecho el duelo. Pero por un tiempo mi imaginación siguió maquinando historias de sicarios, ensayando posibles situaciones. Cuando nos acostumbranos a una rutina, no resulta tan fácil desprogramarse. “El camino sin orillas” fue tomando forma en mi cabeza sin que yo lo buscara. Una vez escrito, me vi tentado a incluirlo en el libro, pero no lo hice por varias razones: no formaba parte del plan; los personajes, si bien similares a otros, eran nuevos; el estilo de narración era un tanto diferente. Así fue que este cuento quedó fuera del libro.
¿Qué pasa por la cabeza de un hombre que sabe que lo van a matar? ¿En qué piensa un hombre que debe matar a otro? No lo sé. Tal vez por eso en “El camino sin orillas” no hay respuestas a esas preguntas. Es un cuento en el que, supongo (que lo haya escrito no quiere decir que pueda determinar cómo debe leerse), lo importante no es tanto lo que se dice sino lo que se omite. La idea era que fuera un relato parco, austero. El desierto, en ese sentido, es fundamental. La misma historia en un paisaje verde y arbolado creo que no tendría el mismo efecto.
El título lo tomé de una frase de “Nos han dado la tierra” de Juan Rulfo. Una frase que siempre me maravilló. En el cuento de Rulfo no se menciona en ningún momento la palabra desierto, y sin embargo, el desierto lo es todo. Tanto, que al leerlo se nos seca la garganta. Lo que decía antes de las omisiones.
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