Martes, 8 de marzo de 2016 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Ya se advirtió la semana pasada: la historia de las multitudes deviene en histeria de masas. Y los últimos siete días son de los más histéricos que recuerda Rodríguez. Histeria como algo que trasciende su condición femenina y uterina y etimológicamente griega y atribuible a Hipócrates, aunque no figure en ninguno de sus escritos. Histeria como sinónimo de excesos emocionales imposibles de manejar pero tan fáciles de chocar. Histeria que ni pintada en ese cuadro que muestra al neurólogo JeanMartin Charcot con esa mujer desmayada y ligera de ropa en sus brazos frente a una jauría de alumnos aullando “ou-la-lá”. Histeria como en todas esas pésimas sitcoms postalmodovarianas y españolas que transcurren en un gimnasio o en un edificio y a las que cada vez se parecen más todas esas t.v. tertulias políticas. Histeria como la de los republicanos de USA que ya no saben qué hacer con ese monstruo que dejaron correr en principio y del que ahora todos salen corriendo (a Rodríguez, Donald Trump le recuerda cada vez más ese apocalíptico candidato a la presidencia al que neutraliza el profético y patriótico Johnny Smith en The Dead Zone de Stephen King). Histeria de Cristiano Ronaldo cuando al final de otra derrota se detiene ante los micrófonos y lanza un: “Todos dicen que Cris (él mismo, se entiende) está mal... ¡Si todos en el Real Madrid estuvieran a mi nivel a lo mejor estaríamos primeros en la clasificación!”; y después se va; y, claro, no se le ocurre pensar que si todos estuviesen en el Barça al nivel de Messi a lo mejor el Real Madrid in toto se habría retirado para, por ejemplo, refundarse como partido político. Histeria como la de los que aplauden a Arnaldo Otegi saliendo de la cárcel en plan Gandhi Mandela y asegurando que la independencia está más cerca (aunque lo cierto es que, ya le informarán al respecto, desde que empezó la espasmódica movida catalana las encuestas muestran un creciente desinterés de los vascos por salirse de adentro con la suya). La histeria que es también brasilera y nao tem fin. Y antes que nada y después de todo: histeria de Pedro Sánchez quien firmó pacto con la centroderecha de Ciudadanos y le envió oferta ligeramente torcida a la izquierda a los Podemos sin avisarle a los primeros (en la opinión de Rodríguez, Sánchez debió haber pactado con todos los grupos de izquierda y luego pedirle a Ciudadanos que se abstuviese en la segunda votación y listo). Y ahora todos pegan grititos como esas chicas a las que Rodríguez miró de reojo en aquel viaje viejo, en aquellas discotecas argentinas de su adolescencia. Todas esas chicas inverosímilmente guapas, poco cubiertas como la chica del cuadro de Charcot, que te miraban fijo desde la barra y, cuando te acercabas para hablarles, te daban vuelta la cabeza y te azotaban con un latigazo de pelo largo. Y Rodríguez se quedaba ahí, con el discurso en la boca y las carcajadas de su prima argentina Mirta (y al poco tiempo muerta) en su oreja llena de “Another One Who Bites the Dust”; pensando que lo habían elegido y descubriendo que había sido descartado.
DOS Lo que –a través del tiempo y del espacio– lo lleva a las recientes dos sesiones de investidura en la que Sánchez intentó que le salga lo que todos sabían que no le iba a salir. Aun así, Rodríguez no se despegó del televisor. Ahí estaba Sánchez quien –todo parecía indicarlo– se había dado un sobredosis de Frank Capra para afrontar el reto del martes a la tarde primero y luego del miércoles a la mañana y viernes por la noche después (y volvemos a empezar el lunes, le histeriquea Podemos; y quedan dos meses más de hacerse guiños relajados o tics nerviosos antes de volver a las urnas). Sólo que a Rodríguez, el socialista español (con ese aire de vendedor de trajes Emidio Tucci) no le inspira nada de la admirada ternura de James Stewart (o de su evidente sucesor Tom Hanks) cuando hablaba y hablaba y hablaba (a esa velocidad tan suya) en Mr. Smith Goes to Washington. O cuando, como George Bailey en It’s a Wonderful Life!, se confiaba a los ángeles esperando que todos sus vecinos de bancadas le trajesen sus votos a último momento, porque él es tan pero tan bueno mientras Mariano Rajoy se alejaba mascullando como el malo y banquero Henry F. Potter. Pero, ah, la película de Capra puede verse de varias maneras. Y una de ellas es la de que el paradisíaco y bienintencionado Bedford Falls es un delirio de Bailey quien en verdad, todo el tiempo, ha vivido y padecido en la corrupta y miserable Pottersville.
Sánchez –más cerca del arrastrante Di Caprio en The Revenant, obsesionado por el cambio como Leo– parece ajeno a todo eso. Y continuó viviendo por un rato en una extraña dimensión alternativa en la que hace de presidente todo lo que pueda, por las dudas y mientras dure (lanzando esos casi pastoriles “Vaaamos” y “Veeenga” mientras circula por el hemiciclo entre periodistas) antes de que no lo elijan presidente. O sí. Quién sabe. Ahora todo vuelve a empezar, histéricamente.
TRES ¿Investidura? ¿Desvestidura? ¿Impostura? ¿Seguirá Rajoy? ¿Seguirá Sánchez? Sánchez patentó eso del “mestizaje ideológico” que insinúa un fin de las ideologías y el principio del ambidestrismo. Pero lo que los votantes practican desde hace rato le está vedado a los votables, claro. Y, si no, comentarlo a Pablo Iglesias de Podemos, quien parece todo el tiempo estar haciendo pruebas para el cast de Los Miserables, puño en alto y coleta erecta y a la espera de que triunfe la revolución. O al ya crepuscular sin nunca haber amanecido del todo Mariano Rajoy, quien intentó mostrarse irónica e ingenioso (y nada le da más vergüenza ajena a Rodríguez que alguien que quiere mostrarse así sin serlo). O Albert Rivera, de lejos, es el más inspirado; lástima que Rodríguez no pueda confiar en él aunque lo intente. Y, ah, ese revelación que ha resultado esa cruza entre Bunbury y primo catalán Addams que es el independentista pausado Gabriel Rufián. Y ya van casi tres meses de reuniones, de marchas y contramarchas por pasillos del Congreso, de pactitos feos y dulces sueños, de dichos y desdichos y desdichas, de sacar pecho y de pecho en bebé, de líneas rojas y agujeros negros, de besos en la boca y palmaditas en el culo, de ruedas de prensa que no dejan de girar y de comparecencias en las que no se sabe muy bien qué decir salvo “y tú más” o “y tú menos”. Allí, la clase política española rara y mareada y como encendida y con los ojos brillando con un eléctrico ardor por la novedad de que, de pronto, ya no se asumía automáticamente por mayorías absolutas o casi sino que había que ponerse a hacer y a deshacer, sí, política. Por fin, sesiones de Congreso más histéricamente divertidas. Así son los tiempos histéricos cuando no históricos de la llamada Segunda Transición que, si se lo piensa un poco, ya era un mal nombre a la altura de la Primera. Porque todo sigue y nada pasa. Porque no pueden irse. Porque no quieren irse. Porque para qué te vas a ir para después volver. Porque (Rajoy y Sánchez ahora) mejor seguir sintiéndose presidente aunque no se mande o mande sin mandar el Rey. Porque, desde la rendición agotadora, no hay nada mejor que lanzarse al ataque, al ataque de histeria.
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