CONTRATAPA

El retorno de los íncubos

 Por Leonardo Moledo

En el año 1150, San Bernardo, que fue conocido como el Doctor Melifluus por la excelencia de sus sermones, y que fundó el monasterio cisterniense de Claraval, llegó a Nantes en visita piadosa y fue consultado sobre un caso muy serio de posesión: una mujer de la ciudad había sido violada por un íncubo (los íncubos eran diablos masculinos, en tanto que los súcubos eran femeninos) repetidas veces. El asunto es que el demonio se le había presentado una noche, se había metido en su cama y había obtenido placer de ella sin que su marido se despertara. La mujer había ocultado durante seis años su vergüenza y su desesperación, pero al final no pudo con ellas y confesó lo que ocurría y su pecado (aunque no era exactamente un pecado voluntario, o por lo menos eso decía) a un sacerdote.
El sacerdote le recetó plegarias, penitencias y peregrinaciones, aunque el íncubo se mostró insensible a ellas; siguió volviendo cada noche, con el agravante de que cada vez era más lascivo. En este punto llegó San Bernardo: la mujer se arrojó a sus pies y le rogó que le ayudara. El santo le prometió la ayuda del cielo, y le dijo que el día siguiente encontraría la solución.
Esa noche el íncubo (quizás al tanto de lo que estaba ocurriendo) se apareció, la vejó y profirió toda clase de blasfemias y amenazas, como si se hubiera vuelto verdaderamente loco (y es difícil imaginar la locura de un demonio).
Pero al día siguiente, San Bernardo había encontrado un remedio: entregó su hábito a la mujer para que lo llevara a la cama con ella. Y surtió efecto: el demonio no se atrevió a entrar en la habitación, pero desde afuera empezó a proferir toda clase de amenazas espantosas y aseguró que volvería para abusar de ella apenas el santo se hubiese marchado.
Obviamente, la irreductibilidad del íncubo indicaba la necesidad de algo más contundente. Al domingo siguiente, San Bernardo convocó a la población a la iglesia, y cuando estuvieron todos reunidos, se subió al púlpito, contó la triste historia y le prohibió al íncubo, en nombre de Cristo, que molestara a cualquier mujer en el futuro. Y esta vez la cosa funcionó: cuando la luz de las velas se extinguió, el poder del demonio fue destruido y el íncubo no apareció nunca más.
Ochocientos cincuenta años más tarde de este episodio protagonizado por San Bernardo, Lía Salgado, conocida también por su pericia en el discurso y conductora de ciclos memorables como Hablemos Claro, organizó un programa para que diversas personas contaran casos de posesión, y me invitó a participar en calidad de inveterado escéptico, junto a brujos profesionales, exorcistas improvisados y sacerdotes consagrados. Y allí recibí la gran sorpresa de escuchar la siguiente historia, que quizás los lectores encontrarán ligeramente familiar. Una mujer, desbordante de angustia, contó que un demonio se metía en su cama todas las noches, ocupando el lugar de su marido cada vez que éste no estaba, y la violaba. Desesperada, ella había rezado y rezado en vano sin resultados, hasta que se le ocurrió colocar una Biblia en la cama, ante lo cual el demonio se asustó y empezó a quedarse en la puerta del dormitorio, pero gritándole insultos horrorosos. La mujer pedía ayuda en el mejor y más confiable de los recintos sagrados: la televisión. Lía Salgado, compungida (y haciendo gala de cierta solidaridad femenina, ya que no podía de ningún modo saber si algo parecido no habría de ocurrirle alguna vez a ella), consultó a una de las brujas presentes. Con un gesto de displicencia, haciendo notar que se trataba de un problema simple, la bruja recomendó que, cuando el demonio se parara en la puerta, encendiera dos velas, y que, al extinguirse ellas, el demonio perdería completamente su poder.
No creo que ni la bruja en cuestión, ni la víctima, ni la mismísima Lía Salgado hubieran leído el indispensable Liber secundus de Arnaud, abad de Bonneval, ni el casi inhallable Dialogus miraculorum de Cesáreo de Heisterbach, y ni siquiera el conocidísimo De universo creaturarum, deGuilielmus Alvernus, pero la inexplicable repetición muestra, quizás, que la televisión no sólo nos sume en la hipnosis supratecnológica. También puede sumergirnos en un dudoso medioevo del cual mucha gente parece no haber aún salido.

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