CONTRATAPA

Las niñas en el turismo sexual

Por Eva Giberti

El territorio es el cuerpo de las niñas y el de las adolescentes. Lo transitan los clientes que las eligen porque son seguras: están sanas –diferenciándose de las criaturas del Tercer Mundo infectadas por el VIH y otras infectocontagiosas– y porque son obedientes y manipulables.
Además, siempre constituyen una novedad para el varón ansioso de ejercer poder y disfrutar de un maltrato naturalizado por la sociedad. Que finalmente llega a ser naturalizado por las niñas, quienes lo admiten como una forma de trabajo, un ganapán como cualquier otro. Ni los clientes ni las niñas prostituidas están solos en esta concepción laboralista: la OIT, la Organización Internacional del Trabajo, también considera que la prostitución es un trabajo para las niñas, pero neutraliza la gravedad de la práctica –que avala semánticamente al denominarla trabajo– al clasificarla dentro de las “peores formas de trabajo infantil” (Convención 182). Quizás habría que mejorarlo para que fuese menos “peor”, pero trabajo al fin. Tal vez se podría crear una Asociación de Meretrices de Ciclo Inicial para que fuesen ascendiendo, pasando de grado o cursando nuevos aprendizajes que les permitiese culminar en la adultez habiendo adquirido experiencia laboral acorde con la definición de la OIT. Aunque de la filosofía de la organización internacional y de sus recomendaciones se desprenda su oposición a la prostitución a la que son arrastrados niñas y niños, el lenguaje, como ya lo dijo Barthes, carece “de inocencia y de ingenuidad”.
En este modelo se trata de una actividad por cuya práctica se obtiene dinero. Que no está destinado al mejoramiento del estado de la niña sino al rufián que la supervisa. En oportunidades, su propia familia.
El tema es antiguo e involucra a diversas culturas. El común denominador es una criatura, habitualmente una niña, y un hombre –o varios– que disponen de ella. Sumergido en el silencio y en la complicidad de los adultos, el alquiler de niñas para el turismo sexual ha sido denunciado reiteradamente. Las técnicas son varias: los representantes de las criaturas las ofrecen a los clientes que las llevan consigo para vacacionar juntos durante una temporada (es un sistema largamente descripto por revistas europeas), o bien cuando llega un tour de visita a un país los choferes que los trasladan o los conserjes de los hoteles reconocen a quienes pueden ofrecerles el producto. Quedan excluidos de este artículo quienes no proceden de este modo. Pero conociendo las estrategias, la Asociación de Ejecutivas de Empresas Turísticas puso en juego el III Foro Nacional y I Foro Internacional (AFEET) dedicado a la Concientización y Prevención de la Explotación Sexual de los Niños en Turismo. La información que de allí procede, a cargo de quienes cuentan con experiencia, puede servir como alerta para quienes aún están distraídos creyendo que la prostitución a la que se arrastra a niñas y niños constituye un fenómeno “entre la gente pobre, que no tiene principios morales”. No se trata de la gente pobre pero sí de las personas excluidas, sumergidas en el hambre y en la miseria social que constituyen el principal venero de donde proceden estas pequeñas víctimas. Lo cual suele constituir una preocupación extra para los rufianes, puesto que deben refinar a algunas de sus pupilas antes de entregarlas.
¿Qué les sucede a estas niñas inmersas en la promiscuidad prostibularia?
Algunas de ellas –y no pocas– han sido violadas, es decir, incestuadas por sus padres a la edad de cinco o seis años, continuando con la experiencia hasta la pubertad. De modo que ingresan en la práctica conociendo la mecánica. Previamente y de la mano de su papá conocieron el dolor físico, el asombro, el miedo y la humillación: aprendieron que no debían hablar de “eso”. El aturdimiento, ante un procedimiento desconcertante, suele generar algo semejante a una falta de conciencia, o sea una manera de defenderse intentando “no darse cuenta” de lo que les pasa. Se trata de una sensorialidad sin registro representacional: les resulta difícil verse a sí mismas en esa escena que están protagonizando. Se asemeja a un estado de obnubilación sin perder lucidez para la convivencia a la que están obligadas.
El fenómeno puede encontrarse en las niñas prostituidas cuando acumulan estas prácticas y no aciertan a describirlas a pesar de contar con lenguaje suficiente. En cambio utilizan expresiones genitalizadas, incorporan palabras no habituales en el lenguaje de una niña de diez años –por citar una edad– cuando conversa con un adulto.
Estas niñas, que son rebautizadas con sus nombres “de guerra”, que ostentan como una adquisición, aprenden a reconocer el poder que adquieren sobre los varones que las utilizan: se sienten necesarias y describen a “los tipos que están esperándolas” para “pedirles cosas”. Cuentan con una curiosa conciencia de su esclavitud: saben que no pueden escapar (algunas de ellas lo intentaron y terminaron violentamente golpeadas) y al mismo tiempo intentan jerarquizar su actividad como “un trabajo cualquiera”.
Entre las niñas que son prostituidas y permanecen en los barrios, al servicio de los varones de entrecasa y las que son victimizadas por los que vienen del exterior mediante el turismo sexual, hay diferencias cualitativas. Las que se ofrecen a los turistas reciben otros cuidados por parte de la patronal, inclusive en materia de ropa y salud: difícilmente concurran a un hospital, ya que desde sus profesionales pueden surgir las denuncias comprometedoras.
Pero cualquiera sea la posición, el trauma que provoca la acción sistemática del cuerpo masculino sobre, contra y dentro del cuerpo de la niña puede generar una angustia desmesurada que le resulta sumamente complejo procesar.
De allí su dificultad para evocar los sucesos que protagoniza; queda aprisionada por la impronta pulsional que surge como efecto de ese cuerpo a cuerpo desmedido y no pocas veces cruel. El Consejo de los Derechos del Niño, la Niña y la Adolescencia de la Ciudad de Bs. As. mantiene una campaña de esclarecimiento y avanza en el intento de conectarse con estas víctimas, para lo cual el compromiso de la comunidad, denunciando, es clave. Pero contamos con un inconveniente que parece insalvable. Utilizar a las niñas en la prostitución es un hecho naturalizado por la comunidad, que es de donde provienen los clientes, los de entrecasa y los que viajan. La enfermedad, la corrupción y la desdicha que progresivamente se instalan en la vida de estas víctimas es una producción comunitaria. Que la comunidad podría regular si se interesase por esas niñas que han sido decretadas personas aptas para el placer masculino; son personas puesto que la prostitución no las cosifica; entonces el varón encuentra placer en utilizarlas porque, justamente, son personas –aunque esclavizadas– y no objetos a merced de su violación.

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