CONTRATAPA
Shrek contra el cine nacional
Por José Pablo Feinmann
En los ’80 (con la caída del bloque soviético, el triunfo de las “democracias occidentales”, con, si no “el fin”, al menos la “resolución” de la historia) el capitalismo (neo)liberal triunfante impone sus valores. No es el momento de analizar el papel mendicante que la academia argentina asumió en esa fiesta mercadista. Se importó todo. Se demonizó la política. Se incurrió en la cárcel del lenguaje, se divinizó la lingüística, los intelectuales se convirtieron en pastores del ser y se recluyeron en su morada, el lenguaje. Desde ahí se permitieron la más fría indiferencia ante “el barro de la historia”. La vida académica (cuando el intelectual entrega su conciencia crítica, cuando, mejor aún, demuestra que la conciencia es una antigualla, que el sujeto es basura instrumental, que todo Estado es autoritario y fascista o colectivista, que la historia no existe o ha devenido retórica o poesía, un fascinante caleidoscopio de puntos de vista donde ninguno es hegemónico y todos bailan el baile armonioso de un mundo multicultural, plural y democrático) suele ser placentera y rentable: becas, subsidios, viajes, congresos, prestigio, espacios en los grandes medios, señorío sobre los suplementos de cultura, el placer perverso del arte de la tachadura, de la construcción de cánones inamovibles y, sobre todo, la liviandad de no pensar, de recibir las incesantes “novedades” de los centros del Saber, de pensar lo ya pensado, de difundirlo y utilizarlo como instrumento de terrorismo cultural: esto es así y quien no lo acepte, quien no lea los autores que hay que leer, las teorías que hay que asumir y –muy especialmente– quien no reniegue de lo que hay que renegar, aquí no entra.
Uno de los conceptos que ha recibido la repulsa absoluta de todas las filosofías post es el de Estado-nación. Toni Negri (hay otros infinitamente peores, de hecho lo que me apena de Negri es que un viejo hombre de la crítica militante incorpore tan entusiastamente esquemas que, cree, lo “actualizan” y que, muy posiblemente, vía Michael Hardt, hayan hecho mucho por el éxito desbocado de Imperio en, por ejemplo, Estados Unidos) dice, aquí, en la Argentina, lo que sigue: “Considero al imperialismo como una expansión del concepto del Estado-nación” (“Diálogo sobre la globalización, etc.”, p. 44, Paidós). Toni estuvo aquí en el 2003 y hasta se enojó y hasta dijo “catzo”. ¿Por qué dijo “catzo” Toni Negri? Porque algún argentino (posiblemente harto de las torrenciales deconstrucciones del Estado-nación) le dijo, en una charla pública de Toni, que aquí, en este país, necesitábamos un regreso, cauteloso si se quiere, al Estado-nación. Toni golpeó la mesa y dijo: “¡Pero si a ustedes el Estado-nación se les cayó encima, catzo!”. No, Toni: lo que a nosotros se nos cayó encima fue la masacre que hizo el (neo)liberalismo para liquidar el Estado-nación. La bandera sangrienta de los que en este país mataron treinta mil seres humanos decía: “Achicar el Estado es agrandar la nación”. Ahora, hoy, y acaso porque se nos ha dado por creer que la historia nos ha dado una pequeña pero cierta oportunidad, nosotros queremos agrandar el Estado para defender la nación. A principios del año pasado –en un acto de formidable osadía intelectual– José Nun habló (antes del cambio presidencial del 25 de mayo) de un “nacionalismo sano”. Se le fue medio mundo encima. Es el costo de animarse a pensar y no ser pensado.
Un Estado-nación (luego de los catastróficos resultados del mito globalizador) debe crear una comunidad regional, unirse a otros Estados-nación y bregar por un espacio latinoamericano. Para esto, la identidad es fundamental. Para la identidad, la cultura es decisiva. La cultura y todas las formas del arte. Hoy vamos a hablar del cine y de su desamparo en la selva mercadista. Si alguien tiene aún la rigidez facial (es un modo de decir: caradura) de vendernos la habladuría del (libre)mercado que agarre, ya, la página de espectáculos de los diarios de esta ciudad, Buenos Aires. El mercado no es libre. Nunca fue libre y cada vez lo es menos. El mercado tiende a la concentración oligopólica y, por medio de ella, los tiburones se devoran a los pequeños peces. Nadie podría acusarme de no amar el cine de Estados Unidos. Tengo un grueso libro dedicado a sus grandes films y pronto terminaré su segunda parte. Pero también quiero un cine argentino y hace ya veintitrés años (desde Ultimos días de la víctima hasta Ay Juancito) que colaboro en él. No habrá, sin embargo, cine argentino sin un Estado-nación que lo proteja. Del 17 al 23 de junio los films de Hollywood Shrek II, Harry Potter III, El día después de mañana y Troya se instalaron en las 456 pantallas de los mejores cines de la Argentina. Ocuparon el 80 por ciento (leyeron bien: 80 por ciento) del espacio. Sumaron (en esos siete días) 1.088.928 espectadores y recaudaron 6.763.422 pesos. El total de espectadores fue 1.330.261 y la recaudación $8.257.210. Pero la cuestión viene empeorando. Antes, en el viejo pasado, estas películas para “todo público” o “familiares” eran los típicos estrenos de las vacaciones escolares de julio. Ahora no. Ahora (también) se presentan en mayo, con lo cual, en esta coyuntura, perjudicaron severamente los últimos estrenos argentinos. Que (a mi juicio) todos estos estrenos sean superiores a los mastodontes de Hollywood no es la cuestión. No hablamos de calidad. Hablamos de poder expresarnos, bien o mal. Pero hacer un cine nuestro. Hablamos de la existencia de una posibilidad. De que el maldito mercado le haga un hueco a nuestro cine. Las cuatro películas mencionadas sofocaron otras cuatro argentinas de diferentes estilos pero similar calidad, similar, digámoslo, necesariedad: La niña santa de Lucrecia Martel, Luna de Avellaneda de Juan José Campanella, Los guantes mágicos de Martín Rejtman y Ay Juancito de Héctor Olivera. (Cuando escribo “de” quiero decir que ellos las dirigieron, no que son “suyas”. Lo lamento: creo en el cine como arte totalizador que expresa la tarea de un equipo. El director es el director y, sin duda, el orquestador de la tarea. Pero cuando hacemos una película la hacemos todos. Y un director demuestra su inteligencia cuando le hace sentir exactamente eso a su equipo.) Sigo. Los circuitos multipantallas (los llamados “multicines”, invento reciente o casi reciente) se manejan con una lógica numérica. Un film nacional exitoso es confinado a una pequeña sala. La llena, siempre, en todas las funciones, a reventar. Pero a Shrek II o a Troya le dan cinco, seis. Luego preguntan: ¿Cuánto recaudó Shrek II? La respuesta es: un montonazo de guita, muchísimo más, pongamos, que La niña santa. ¿Ven?, dice el propietario del Multicine (que vaya uno a saber quién es, en qué país vive o qué socios tiene por aquí), “el cine argentino no vende”. Por si fuera poco las distribuidoras del Imperio de la imagen exigen (exigen, imponen, obligan) a los cines a estrenar películas “menores” como El quinteto de la muerte (una pésima remake de una exquisita película británica de los cincuenta) y, con ella, ocupan más de ochenta pantallas que le son negadas a la producción nacional.
En fin, como decían en las viejas historietas: continuará. O como decían en las seriales de los cuarenta: No se pierda en esta misma sala el próximo episodio. Claro: puede continuar de una forma o de otra. Que continúe en favor del cine y la cultura nacional depende del Estado-nación, de la honestidad y sinceridad de sus funcionarios y de la lúcida participación de los espectadores. Tal vez sea pedir demasiado, pero si pedimos poco no vamos a conseguir nada. Como siempre o casi siempre.