EL PAíS › OPINION

Todos saben cómo termina

 Por Luis Bruschtein

La represión del 19 y 20 de diciembre de 2001 dejó un saldo final de 39 muertos y produjo la caída del gobierno de Fernando de la Rúa. En la represión del 26 de junio de 2002 en el Puente Pueyrredón fueron asesinados Kosteki y Santillán y, con las diferencias del caso, se convirtió en el principal factor para que Duhalde adelantara la convocatoria a elecciones.
Resulta sorprendente cómo los analistas suelen no tomar en cuenta las protestas del movimiento social en sus ecuaciones políticas, cuando, de hecho, estas protestas han sido decisivas para las caídas de los dos gobiernos anteriores. Aunque podría decirse que más que las protestas, lo que terminó volcando la suerte de ambos gobiernos fue la forma en que estas protestas fueron reprimidas. Esto es más sorprendente todavía porque muchos de estos analistas sólo se refieren a las protestas para exigir que sean reprimidas.
Las muertes de Kosteki y Santillán pusieron al país al borde de otra masacre. La represión había encendido la mecha de un polvorín y la única forma de desactivarlo fue adelantar las elecciones y ponerle fecha a la retirada de Duhalde. Antes de esos crímenes, hubiera podido especular con quedarse porque la economía empezaba a salir de la sensación de catástrofe y no se visualizaban candidatos ni alternativas reales.
Como suele suceder, la represión no surgió de la nada. Aquella marcha se hizo en el contexto de una campaña crispada por parte de la mayoría de los medios que venían exigiendo una demostración de autoridad. No se podía permitir que los piqueteros se adueñaran impunemente de las calles, decían. Y desde algunos sectores del gobierno se alimentaba esa campaña. El mismo jefe de Gabinete presidencial de aquella época, Alfredo Atanasof, se había trenzado en una suerte de duelo de advertencias y amagues con los dirigentes piqueteros. Para algunos la frágil situación política no podía soportar la movilización permanente de los desocupados y las asambleas. Este razonamiento se asentaba en argumentos como la necesidad de hacer cumplir la ley, el derecho al libre tránsito de las personas y el resguardo de la propiedad privada, y tenía además una fuerte carga racial y clasista, así como el miedo a que la protesta volviera a incidir en la toma de decisiones políticas.
Había argumentos razonables y otros esencialmente reaccionarios. Pero hasta los razonables ponían de manifiesto su insensibilidad ante las consecuencias de la crisis y la incapacidad de asumirla, de tomar conciencia de que no eran tiempos normales.
El aniversario de esta fecha tomó importancia en la agenda de las agrupaciones de desocupados que, por lo general, preparan planes de lucha desde los días previos hasta confluir en el acto de homenaje a las dos víctimas de la represión en el Puente Pueyrredón. Por esta razón, desde hace varios días la protesta piquetera está en la primera plana de los medios, atizando el imaginario de los ciudadanos porteños. Los argumentos son prácticamente un calco, vuelven a recrear el clima de intolerancia y encono social con más irresponsabilidad que hace dos años porque ahora está doblemente demostrado que desatar la represión es un camino sin salida. Ya nadie puede decir en este país que cuando se exige represión no se está convocando a la tragedia y al caos.

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