CONTRATAPA
Carne y metal
Por Rodrigo Fresán
UNO La misma vieja historia futurista: vamos a ver películas de robots donde los robots nos son presentados como excepciones de alta tecnología por venir y llegar o como alta tecnología sólo para privilegiados y elegidos. Todo esto para, en realidad, distraernos de la cromada realidad: ya vivimos rodeados por robots, a esta altura del asunto todos somos adictos a la electricidad, y no podríamos vivir sin las máquinas. Sí, nuestra existencia depende de miles de ingenios más o menos geniales cuyos secretos y funcionamiento desconocemos. Así, nos subimos casi sin pensarlo a aviones o a montañas rusas y metemos manos y billetes en cajeros automáticos y vaciamos nuestro alma portátil en computadoras portátiles. Y atención: que no se lea esto como uno de esos simples y automáticos manifiestos ludditas que, a principios del siglo XIX, llamaban a la deconstrucción de tuercas y tornillos para retornar a una naturaleza más unplugged, donde la sangre se impusiera al aceite. ¡Qué sería de mi vida sin láser o enchufe! Pero una cosa es cierta: nada más sencillo que enchufar una máquina. Lo difícil es desenchufarla.
DOS Y ya se sabe, ya se dijo muchas veces, pero vuelve a escribirse cuando la actualidad se pone especialmente robótica: la palabra robot fue creada por el escritor Karel Capek en 1921 y deriva del checo robota, que equivale a “estatuto de trabajo”. Pero ya mucho antes se venía pensando en el asunto. Así, la criatura de Frankenstein como robot de carne y la de Gepetto como robot de madera, y esos primeros autómatas en las alucinaciones de E.T.A. Hoffmann y en The Bell-Tower, ese raro relato del siempre raro Herman Melville. Y la otra noche contaba robots como si fueran ovejas después de haber salido de una doble sesión donde vi Yo, Robot (sorpresivamente buena: por fin una de estas películas donde se impone el afecto especial por un buen guión por encima de ese efecto especial que es Will Smith) y Las mujeres perfectas (insospechadamente tonta). La trama de la primera está ensamblada a partir de los relatos robóticos y positrónicos de Isaac Asimov: autor que escribió sobre casi todo, pero que guardaba tiempo y espacio para dedicarle al tema recurrente del hombre mecánico y su inserción en una sociedad de hombres. El argumento de la segunda surge de la deconstrucción de The Stepford Wives, novela que Ira Levin –también imaginador del bebé diabólico de Rosemary o de los pequeños Adolfitos Hitler clonados por un Mengele escondido en Brasil– publicó en 1972 como ambiguo thriller satírico feminista y/o machista mientras aullaban los vientos más fuertes de la liberación femenina. En la primera película, los robots son prisioneros de los dictados de tres leyes que se muerden las colas entre ellas y que, en teoría, mantienen todo el tinglado bajo control. El final de Yo, Robot es ambiguo, abierto, inquietante. En la segunda, una manada de barbies by design responde a cada chasquido de dedos de sus maridos y todo termina en un final supuestamente feliz que no estaba en la novela original o en la versión fílmica de 1975, con una Katherine Ross que terminaba mirando fijo a cámara, y a los espectadores, con las pupilas muertas de una esposa ideal y fiel y ligerita para los mandados. Y ambos films se diferencian en algo importante: en Las mujeres perfectas se trata de hacer pasar máquina –o mujer mecanizada– por hembra; en Yo, Robot nada les interesa menos a las máquinas que parecerse a los hombres.
TRES Y digo que contaba robots para neutralizar los motores del insomnio y aquí están, éstos son: la María de Metrópolis, el oficial de Robocop, el killer bueno o malo de la saga Terminator, el dipsómano Bender de Futurama, el robot-software Mr. Smith de Matrix, los insoportables R2D2 y C3PO de Star Wars, el Robby de Planeta prohibido, el encubierto Ash en Alien, el huerfanito perpetuo de A.I., el insoportable Robin Williams enEl hombre bicentenario, el Gort respondiendo a la orden de “Klaatu barada nikto” en El día que paralizaron la Tierra, los imperfectos androides en las novelas de Dick y los replicantes líricos en Blade Runner, el agónico HAL 900 en 2001: Odisea del espacio, ese robotito japonés que saluda a Scarlett Johansson en una de las escenas extra en el DVD de Perdidos en Tokio y, ya que estamos, los tan argentinos Truku (de Hijitus), los zombificados hombres-robot (El eternauta), algún luchador de Karadagian cuyo nombre se me ha olvidado y el humanoide más nuestro y perfecto de todos: el formidable computador-padre Roborges.
CUATRO Pero no había caso, el sueño no llegaba. Entonces, lo mejor para caer en coma, se sabe, es pensar en política y, claro, no hay profesión más automáticamente autómata que la de gobernar un país. Basta con verlos y pensé en Bush Jr. (y el constante desperfecto/fallido en esos ojitos y en esa boquita que dice esas cosas) y en la mole-cyborg Chávez al que por estos días se combate con una un tanto vulgar campaña donde predominan los carnales culos y tetas como invocación a un Sí! que lo revoque. O tal vez no sean robots. Tal vez estos dos sean, en realidad, la coartada perfecta para abrazar el culto a la máquina y ponernos en sus manos. Recordar: uno de los mejores relatos robóticos de Asimov es Evidencia, donde un robot político sólo puede ser elegido luego de que ha convencido a los humanos votantes de que él es una máquina. Al final, el robot gana las elecciones y, por supuesto, resulta mucho mejor presidente que sus competidores de carne y hueso. Y seguro que habla igualito a Zapatero. Y todo bien. Y así, estas líneas que comenzaron sonando vagamente paranoides acaban resultando resignadamente contentas. La clave está en diseñar artefactos que se porten mejor que nosotros, porque todo parece indicar que nosotros no podemos portarnos bien. El mismo viejo cortocircuito de todos. Porque, si se lo piensa un poco, ahí está, al principio de todo, la torpe e infantil paradoja aquella de haber creado a un dios a nuestra imagen y semejanza para recién después sentirnos autorizados a creer en que un dios nos hizo a nosotros a su imagen y semejanza. Otra asimoviana ley de la robótica, ¿no? Y habiendo pensado esto –y habiéndolo almacenado en mi memoria para escribirlo a la mañana siguiente– se me acabaron las pilas. Y, por fin, me quedé dormido. Y soñé con ovejas eléctricas y con pastores atómicos.