DISCOS › LA MAGIA DE CHAVELA VARGAS “EN CARNEGIE HALL”
Volvió la reina de la noche
El disco registra un concierto memorable del año pasado en el célebre reducto neoyorquino. Allí repasa nostalgias propias y ajenas, a través de clásicos como Macorina y Vámonos.
Por Fernando D´addario
Escuchar a Chavela Vargas proyecta, casi, la misma sensación que provoca verla arriba de un escenario. Su modo de expresar la música, de parir melodías sin tiempo, neutraliza esa barrera que separa las emociones auditivas de los fenómenos visuales. Cuando desgarra por enésima vez “Y volver, volver, volver / a tus brazos otra vez...”. Chavela está aquí nomás, con sus arrugas y su voz gastada de whisky, repasando nostalgias propias y ajenas. Pero no está aquí, al menos formalmente. Una grabación del concierto que la cantante ofreció en septiembre del año pasado en el Carnegie Hall de Nueva York diluye las distancias, y armoniza las coordenadas de tiempo y lugar. Como en el Gran Rex, o en una taberna mexicana, Chavela entrega pedazos de su vida, y está más visible que nunca.
La mayoría de las canciones incluidas en este En Carnegie Hall ya fueron registradas en otros discos de estudio, compilados y antologías. Hay, sin embargo, un plus de emoción que transmite la intérprete costarricense y vuelve potenciado por el público: a los 84 años, cuando ya está de vuelta de todas las consagraciones posibles, pisó por primera vez este escenario neoyorquino, famoso por sellar la reputación de quienes lo visitan. Después de escuchar los diecisiete temas que componen el cd queda flotando la sensación de que se han invertido los signos exteriores de ese prestigio. Es Chavela quien parece haber prestigiado el Carnegie Hall con su presencia mágica, tomándolo por asalto, obviando el inglés para comunicarse (“lástima que yo no pueda hablar este idioma, pero me entienden, ¿verdad que sí?”, arengó cariñosa) y logrando que en el corazón cultural de Nueva York dos mil personas corearan en español ese estremecedor “Y vámonos / donde nadie nos juzgue...”. Cuando le preguntaron qué había sentido al pisar ese escenario soltó uno de sus estiletazos cargados de acidez: “Tuve que hacer un currículum de mi vida, desde que nací: quién fue mi papá, mi mamá, la mula que me calentó cuando nací, el burro que era mi hermano... Todo eso para poder cantar allí cuando debían haberme suplicado que entrara. Pero canté y los gringos dijeron: ‘Ou, guanderful. Never igual en el mundo’”.
Sólo dos guitarras la acompañan en la inmensidad del escenario. Hay allí, claro, una mujer que es mucho más que una cantante. Hasta las desafinaciones, que podrían delatar la tiranía del calendario, le agregan ficción verdadera a una vida plagada de recaídas y tropiezos. Sus desgarros son previsibles pero honestos, sus melodramas resultan verosímiles, sus derrotas se elevan a un limbo que diluye la amargura y provoca una extraña confraternidad. Es como un agradecimiento a las marcas que va dejando la vida.
Ahí está Macorina y ese “Ponme la mano aquí...” que eriza la piel. Y están casi todos los clásicos, desde Cruz de olvido hasta Vámonos, pasando por La llorona, El último trago y Volver...Volver. Le devuelve a Las simples cosas, de César Isella, una sensibilidad distinta y se despide con Hacia la vida, donde sostiene con hidalguía de mujer brava el compromiso con sus convicciones. El público la ovaciona; sabe que es la primera vez y puede ser la última. La cantante les dice “¡Qué lindos!” y se va. Su noche consagratoria en el Carnegie Hall ha sido un show más, inolvidable, como siempre. En su primera visita a Buenos Aires, le había dicho a Página/12: “Me gustaría que dentro de cien años, mis medallas le sirvan a algún pariente borracho para cambiarlas por una botella de tequila en una cantina”. Sus parámetros del éxito no coinciden con los del Carnegie Hall. Pero cuando canta, no hay olimpo que se le resista.