CONTRATAPA
Soplos
Por Juan Gelman
El actor Sean Penn la calificó de “heroína del espíritu humano”, pero a Katharine Gun, traductora al inglés del idioma mandarín en el Centro de Comunicaciones del gobierno británico, no le resultó nada fácil hacer lo que hizo: en enero de 2003 entregó al Observer de Londres la copia del memorando que Frank Koza, alto funcionario de la Dirección de Seguridad Nacional de EE.UU., enviara a sus colegas del Reino Unido solicitando ayuda para espiar la correspondencia escrita y electrónica, los teléfonos y hasta las conversaciones privadas de los integrantes de las misiones de Angola, Camerún, Chile, Guinea, México y Pakistán, miembros no permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. El contexto: Washington pretendía que el Consejo emitiera una resolución de apoyo a la invasión a Irak para cobijar una decisión ya tomada y esos países eran “vacilantes”. El operativo de espionaje tuvo que contar con la aprobación de Condoleezza Rice, asesora de Seguridad Nacional de la presidencia, y al menos el conocimiento de Donald Rumsfeld, jefe del Pentágono, y de George Tenet, entonces director de la CIA. El propio W. Bush debió ser informado. El periódico inglés publicó la filtración el 2-3-03 y esto contribuyó a que EE.UU. no lograra su objetivo, se viera obligado a invadir en solitario y concitara el repudio mundial.
Echaron del trabajo a Katharine Gun –había explicado que actuó movida por su conciencia para impedir “una guerra ilegal contra Irak”– y no llegó a ser procesada conforme a la ley de secretos oficiales porque la fiscalía del Reino se abstuvo de presentar pruebas, que inevitablemente acarrearían más revelaciones y más disgustos para el gobierno Blair. Gun acaba de anunciar por la BBC (15-9-04) la creación del Proyecto Decir la Verdad, destinado a alentar a los funcionarios gubernamentales a dar a conocer los manejos oscuros que sus cargos les permiten detectar, y a prestarles apoyo. Sabe por experiencia que la difícil decisión puede cortarles la carrera y/o llevarlos a la cárcel. “No es un pasatiempo popular –dijo–, pero llega un momento en que las personas necesitan divulgar una información si piensan que hay prácticas ilegales.” Claro que la necesidad, cualquiera sea, tiene la misma cara de hereje que la rima obligada de un soneto, según precisó Lope de Vega alguna vez.
Y, sí. Indignado por la actitud de sus compañeros de la policía militar en Irak y después del pensarlo un mes, el sargento Joseph Darby eligió enero del 2004 para dejar sobre el escritorio de un superior dos cd con fotos de las torturas que se infligían a los prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib. Las fotos dieron la vuelta al mundo, desnudaron –mucho más que a las víctimas– a los sedentes en la Casa Blanca que invadieron Irak en salvaguardia de la democracia y los derechos humanos y, sobre todo, cesaron las torturas. Pero el sargento Darby y su mujer Bernadette no la pasaron bien: los esquivaban amigos y vecinos, amenazaban “Joseph es un hombre muerto que camina”, saquearon su casa y la pareja vive ahora en un lugar ignoto (Wikipedia, 17-8-04). Para no hablar de Mordejai Vanunu, judío de origen marroquí que trabajó en el programa de desarrollo nuclear de Israel y en 1986 filtró al también londinense Sunday Times que Tel Aviv fabricaba armas nucleares, una cuestión explosiva en más de un sentido para Medio Oriente. Seducido por una agente del Mossad, linda y norteamericana, Vanunu viajó con ella a Italia donde fue secuestrado por agentes del servicio secreto israelí, llevado a Israel, juzgado en secreto y condenado a 18 años de prisión que cumplió el 21 de abril de este año.
El Proyecto Decir la Verdad es encabezado por Daniel Ellsberg, el ex analista del Pentágono que en 1971 fotocopió y pasó al New York Times siete mil páginas de documentos secretos ilustrativos de que el gobierno estadounidense aceptaba ya que había perdido la guerra de Vietnam, pero seguía enviando a la muerte a miles de jóvenes –en especial obreros, pobres y negros– con cínico desprecio. Una reciente declaración del Proyecto (12-9-04), que firma un grupo de ex miembros de la CIA, el FBI, el Departamento de Estado y el servicio diplomático, insta sin ambages a sus pares en funciones, los insiders, los de adentro, los que saben: “Algunos de ustedes tienen documentación sobre hechos y análisis que es un error ocultar y que, si salieran a luz, mucho influirían en el debate público acerca de cuestiones fundamentales de la seguridad nacional, tanto interna como internacional. Los urgimos a proporcionar esa información ahora, al Congreso y a la opinión pública por conducto de los medios”. El texto reconoce los costos que entraña la revelación de tales secretos, “pero el silencio constante tiene un costo aún más terrible, nuestros dirigentes persisten en recorrer un camino desastroso y los jóvenes estadounidenses regresan a casa en ataúd o mutilados... 140.000 jóvenes arriesgan su vida cada día en Irak por razones cuestionables. Nuestro país necesita con urgencia que sus funcionarios públicos ostenten una valentía moral semejante. Decir la verdad es patriótico”.
Es una incitación a que los convocados se conviertan en whistle-blowers y por cierto existe en Washington un centro nacional dedicado a defender los derechos de los insiders que denuncian violaciones a la ley y delitos cometidos en los ámbitos oficiales y aun empresariales. “Whistle-blower” se puede traducir como “el que da el pitazo” y el aura moral de sus sinónimos en castellano no es precisamente halagador, desde soplón (policial) hasta el correveidile vecinal. El concepto alcanza jerarquía en agente de inteligencia, pero se degrada por completo en delator. Todo depende de qué, por qué y para qué se sopla.