CONTRATAPA
De masacres que retornan
Por Juan Carlos Volnovich *
Y ahora vendrán las explicaciones que intentarán sacarnos del estupor. Y con una mirada cándida e ingenua trataremos de entender cómo es posible que haya sucedido una tragedia como esta. Y apelaremos a la inocencia del “mal de muchos...” comparándolo con Columbine, o evocaremos Elephant para tratar de impedir a tiempo que el horror nos arrase una vez más. Se dirá que es un fenómeno mundial, efecto no deseado de la globalización y tantas cosas más.
Y entonces será la responsabilidad individual la que nos llevará a la psicología porque sólo un loco, un pibe severamente perturbado, puede haber hecho un desastre semejante. Así es que la psiquiatrización del caso podrá ponerle nombre y etiqueta, diagnóstico y tratamiento a la locura, para que podamos dormir un poco más tranquilos. O, si no, comenzaremos a transitar el ámbito de la Justicia y apelaremos a la cárcel, que no otra cosa merecen los criminales para, de paso, darle un empujoncito más a la iniciativa de bajar la edad de imputabilidad.
Y entonces será la responsabilidad familiar que dejó el arma al alcance de la mano de un pibe o que no supo detectar las señales que daban cuenta de su desequilibrio porque, ya se sabe, el abandono es el mal de nuestros tiempos y además... con un papá suboficial de la Prefectura Naval, qué se puede esperar.
Y entonces será la responsabilidad de la escuela (o, del sistema educativo) que, antes que enseñar, cada vez más se parece a un aguantadero de delincuentes, niños violentos que ejercitan la crueldad con otros niños, que hostigan a los docentes cuando no, espacio privilegiado para tomar a los niños y a las niñas como víctimas de maltratos corporales y abuso sexual. Si ya avisamos que había que poner en la entrada una puerta similar a la que en los aeropuertos detecta a los terroristas que pretenden subir armados al avión.
Y entonces será responsabilidad de la sociedad que fabrica monstruos, o de la economía que les roba el futuro a las nuevas generaciones y les hace saber que no tienen lugar en este mundo, de modo tal que no les queda más remedio que tornar activo lo pasivo y exterminarse a sí mismas.
Pero lo que esta masacre oculta, lo que la mirada horrorizada no puede ver, lo que la amplificación del sonido a través de los medios impide escuchar, es que una vez más retorna aquello que, aun sabiéndolo, no lo sabemos. Que los hechos traumáticos, los traumas sociales, si no se elaboran, si se silencian y se encubren, retornan una y otra vez. Y lo hacen a la manera de síntomas sociales.
Entonces, es imposible leer la masacre de Carmen de Patagones sin inscribirla sobre la huella que dejó abierta la masacre de Trelew. Allí el capitán Sosa entró, ametralladora en mano y con una sola ráfaga asesinó a dieciséis jóvenes para pasar revista después, y rematar con un tiro de gracia a los que habían quedado heridos. Rafael es un niño que seguramente nada sabe de lo que el 22 de agosto de 1972 sucedió en la Base Almirante Zar ni mucho menos quién era Sosa. Pero justamente por eso, porque nada sabe, porque nosotros, gracias al encubrimiento de la Marina y del cortejo de imposturas legales que la acompañó, nada sabemos acerca del destino de Sosa, es que Sosa reaparece como fragmento encarnado en Rafael para reeditar el espanto que no supimos, o no pudimos, procesar de otra manera.
* Psicoanalista. Autor de El niño del siglo del niño y Claves de la infancia, entre otros libros.