CONTRATAPA
Ladrones, go home
Por Nora Veiras
Domingo a la tarde. Silencio, tedio, nadie escuchó nada, nadie vio nada. Todo normal. ¡Noooooooooooooooo! ¡Robaron en el edificio! Era posible, probable, pero no por eso menos conmocionante.
–¿Cómo fue? ¿Qué pasó? ¿Había alguien? Los vecinos se arremolinaban consternados. Los dueños de casa trataban de buscar explicación a ese cuchillo atravesado sobre la mesa de cocina. La prueba irrefutable de que “alguien” había entrado mientras el departamento estaba vacío.
Aterrorizados por la violación, empezaron a idear estrategias para prevenirse.
–En esto no se puede ahorrar, no hay nada más importante que la seguridad. Tenemos que averiguar para instalar un circuito cerrado de cámaras y así controlar el movimiento de la entrada.
–En realidad, hay que poner cámaras en cada piso. Acá entraron sin forzar nada. Hay que identificar a todos.
–¿Qué hacemos con la gente que está trabajando en el reciclaje de departamentos? Yo lo lamento, pero son los primeros sospechosos...
–¡Hay que pedirles documentos! Los arquitectos se tienen que hacer responsables, tienen que dar los nombres y los DNI.
Transformados todos en expertos en seguridad, cada uno parecía tener la mejor receta para armar la mejor coraza, inexpugnable. Horas y horas de consumo televisivo y radial habían dado resultado: el miedo se corporizó. Todos invadidos por la necesidad de protección. Todos sospechosos y sospechados.
–Están pensando en cámaras... lo que hay que poner es personal de seguridad. La única garantía es una persona que esté todo el tiempo, que avise, que esté atenta.
–¡Así no se puede vivir más!
Las víctimas directas ensayaban hipótesis, revisaban vida y obra de cada una de sus relaciones. A esa altura era evidente que los chorros eran conocidos de la casa. Habían entrado sin forzar nada. No desordenaron nada y fueron directo a buscar las joyas de la abuela y el dinero ahorrado para cambiar el auto. Habían tenido la data precisa. No necesitaron apelar a la violencia.
Pero ni siquiera esa evidencia tranquilizó al consorcio. En una catarsis imparable empezaron a desgranar historias terribles de robos, amenazas, golpes. Formateados por el lenguaje periodístico, cada uno trataba de atraer la atención con el relato más truculento. Después de horas, agobiados por la impotencia, cada uno cerró la puerta de su casa y lamentó tener que esperar hasta la mañana siguiente para cambiar la cerradura. El miedo no es tonto: a nadie se le ocurrió llamar a un cerrajero un domingo a la noche. Ese sí que era un robo anunciado.
Pasaron los días y, finalmente en una reunión plenaria, los propietarios decidieron qué hacer. Se supone que el tiempo calma los ánimos. No fue así. Sólo faltó la propuesta de instalar una horca en el lobby.
Pero la única víctima sería justamente el lobby. Los costos de la parafernalia de protección estallaban contra las menguadas arcas de los vecinos. Para colmo, hacía poco que uno había intentado suicidarse abriendo las llaves de gas. El salió ileso, pero destruyó la conexión del edificio y las expensas se duplicaban para reparar un daño que parecía infinito. En el detalle de las expensas apareció la solución: compra de un escritorio, una silla y una lámpara.
El lobby amaneció entonces invadido por esos nuevos elementos de utilería. A la nochecita el portero cumple con el rito de encender el velador y se enciende, mágica, la disuasión. Sólo resta esperar que los chorros tengan buen gusto y salgan eyectados por el horror estético. Están tranquilos en el consorcio: al ver la silla vacía imaginan la silueta de un encargado de seguridad. Eso sí, con cistitis.