CONTRATAPA

Sobrevivir en el Mundial

Por Enrique Medina

Andará por los cincuenta años y, aunque alto, no es lo que se dice un hombre robusto, de modales arrogantes. Más bien lo contrario: la boca es un renglón vacío y en su rostro exageradamente geométrico se destacan dos ojitos opacos, irrelevantes si no fuera porque resumen dos rayas que delatan el origen oriental. Hace unos años, cuando en la Argentina un peso valía un dólar y en China la situación personal se había enturbiado, fue acertadísima la elección de emigrar. Con su mujer puso un restorancito por Colegiales, cerca de la estación de trenes, y trabajando todo el día aparecieron buenos resultados. No se conformaron con registrar un vocabulario elemental, suficiente para el entendimiento básico, sino que se esmeraron en aprender el español con entusiasmo porque pensaban quedarse. ¿Si la idea primera fue de tentativa, estudiar el terreno, ganar y ahorrar para saltar a Estados Unidos, por qué irse de un país donde el cambio uno a uno permitía la acumulación y el plazo fijo astronómico? Aunque haya sido difícil adaptarse a nuevas costumbres, nuevos decorados, otra gente, aunque tuvieran que pelear con empleados haraganes, los dólares se iban acumulando con una facilidad imposible de darse en otros puntos del planeta. Y como la impresión general era de que todo seguiría igual por muchísimo tiempo, la idea universal de que quien emigra sueña con el retorno en andas, bien podía postergarse, o dejar de lado si los hijos se adaptan en la escuela, tienen amigos, y dominan el nuevo idioma. Por ello es que bien valía el esfuerzo, el sacrificio no hecho en el propio país. Por otra parte, la felicidad en el rostro de los clientes, de la gente en general, impresionaba y contagiaba una alegría tan firme, que no cabían dudas sobre las expectativas de un futuro cargado de esplendor, a pesar del vaciamiento de las instituciones y la venta (rifa, le aclaró un vecino) de las riquezas fundamentales que había sufrido la Argentina, algo que a un chino no puede dejar de llamarle mucho la atención porque, por tradición cultural, a él le habían inculcado lo contrario. Llevado por el vértigo y para caer simpático en el barrio se disfrazó de hincha de fútbol, pero el disfraz terminó el día que se descubrió solito frente al televisor insultando al referí por haber cobrado un penal en contra. Súbitamente el mundo se sacudió, el uno a uno fue recuerdo y el plazo fijo una cuerda que asfixia; los proveedores, clientes y empleados se transformaron en enemigos, y el retorno a China se hizo imperiosa exigencia. Aturdido por el vértigo de la situación dada, incapacitado para enfrentarla, abandonado por turista, olvidado, ignorado por quienes había considerado amigos en una tierra ajena, saqueada y enloquecida, rapiñar dólares de donde fuera se convirtió en principio y fin de la existencia. Y entre otros recursos, impropios y permitidos, están las colas en las casas de cambio. Y están los “coleros”, que venden el lugar cuidado desde el día anterior, soportando lluvias y frío en la vereda dura, y hay que pactar, o esperar que el dólar baje. Pero cuando no se puede esperar hay que acelerar los trámites, y hablar con el que parece más confiable, y le da la recaudación del restorancito que en días más deberá entregar al no renovar el contrato de alquiler, y el colero dice sí, y ese día sale el buen sol que abriga porque el colero a la salida le da los dólares comprados y él le corresponde con lo acordado. Al día siguiente, estando ya listo para el raje, se anima y le da al colero el resto, la cantidad total proveniente de la liquidación de todos sus negocios y bienes. Inesperadamente la policía dejó de defender los bancos e hizo una batida metiendo a chinos y coreanos en cana por averiguación de antecedentes debido a que fomentaban un mercado negro mafioso que influía negativamente en el valor del dólar. Salió en libertad y temprano fue a la cola en busca del colero. No lo halló pero consiguió datos por unos pesos, para eso estaban ahí en la cola. Así, acosado por temores que disimula con otros pensamientos y preocupaciones más diáfanos, Liang Chi-wei esquiva el embarrado de la calle, exhala un vaho helado, levanta la solapa del abrigode cuero, dobla por la esquina, camina media cuadra, se detiene frente a la casilla que le indicaron, se acerca a la puerta.
Escuchando en la radio las discusiones de los periodistas sobre la marcha del Mundial de Fútbol, y en los aprontes para escapar Pacífico arriba, como antes lo hicieran tantos otros inmigrantes luego de que vieran desaparecer la tierra de promisión por una maniobra de prestidigitación del FMI, Hilarión Melgarejo y su mujer acumulan bultos, atan las últimas cajas con sus pertenencias. Desde afuera golpean la puerta y por acto reflejo el hijo mayor la abre. Describir el frío de silencio, alegar en situación que más que límite es desenlace puede ser redundancia viciosa, alargue superfluo, aun cuando en menos de un segundo Hilarión piense mil excusas válidas pero se contradiga girando en busca del cuchillo, aun cuando Liang Chi-wei piense en las consecuencias de lo que va a hacer, aun cuando la bala se niegue, aun cuando el estampido escapado no haya sido.

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