PLACER › MALAS COSTUMBRES
La música del azar
La ruleta, en su versión clásica o electrónica, tiene adherentes que a veces, más que
disfrutarla, la padecen. Pero también están los que, abandonándose por un rato al azar, ingresan a un reino en el que todas las otras leyes se suspenden.
Por Sandra Russo
Ya desde la entrada, los carteles de neón replicados en cada árbol y en cada poste envían a cierta otra-dimensión, a un territorio regido por leyes que cada uno se inventa según su neura, leyes de ganancia o de pérdida que habrá que elaborar, leyes blandas que todos atraviesan con el pequeño o gran ariete de la propia compulsión. El neón, con sus efectos efectistas, con su estética explícita, es la luz ideal, viviente en el imaginario de Las Vegas del que a todos nos toca una porción, para recibir a los que llegan al casino a deponer por un rato la razón y entregarse al vaivén caprichoso del azar.
Los dos dólares y medio (o dos pesos y medio, o dos lecops y medio, o dos patacones y medio, según el sector que se elija) de las mesas de ruleta hacen que mucha gente se agolpe en las ruletas electrónicas de cincuenta centavos o de un peso la ficha. Nunca se sabe qué hora es si no se mira el reloj: el micromundo de maquinitas parece siempre habitado por insomnes, aunque sean las once de la mañana o las tres de la tarde. ¿Será la del casino una noche del alma? ¿O será, como escribió Foucault refiriéndose a la sexualidad, el pedazo de noche que cada uno lleva en sí?
Hay, efectivamente, nexos estrechos entre el sexo y el juego. Hay reemplazos, hay suplencias. Hay clandestinidad, hay una misma arena en la que abandonarse: una arena pringosa, casi un engrudo de palpitaciones y corazonadas, una cornisa a la que indefectiblemente todos los que allí van intentan ponerle una medida, inventarle una altura:
–Juego cien y si pierdo me voy. Si gano, sigo jugando con la plata del casino. Pero si pierdo cien, me voy.
–Veinte pesos. Me lo tomo como si fuera al cine tres veces en un día. Y si gano otros veinte, me retiro. Es el pacto que hago conmigo mismo.
–Si la vez anterior gané treinta, hoy puedo perder hasta veinte. Tengo que sentir que gano algo. Si no, me cuesta volver. ¡Y quiero volver!
–Hasta que no pierdo todo no me voy. Cuando duplico lo que puse siempre me digo “andate ya, boludo”, pero me tiento.
Un hombre se para detrás de una mujer que está jugando en una pantalla de ruleta electrónica. Observa. Y le señala:
–Hay que apostar solamente a una docena y jugarle a los números que vienen saliendo. Digo yo, si me permite.
–No, no le permito –le dice ella de mala gana–. Yo juego como quiero.
–Pero si pone una ficha acá y otra allá en la otra punta, es muy difícil que gane –insiste él.
–Mire, señor, no sea cargoso.
El cargoso ha perdido todo el dinero disponible. Del bolsillo le sobresalen papeles escritos con birome y lápiz, números y más números tachados. Dice que la ruleta alterna la primera y la segunda docena, pero que si se interna en la tercera, allí permanece al menos cuatro tiros. El ha jugado así, como juega siempre: primera y segunda alternadas, y tercera en continuo cuatro tiros. Ha perdido. Pero perder el dinero no le hace perder la fe en su interpretación de la conducta de una bola que saltadisparada sobre la circunferencia roja y negra. La mujer a la que ha cargoseado el cargoso tiene unos sesenta años. Hace tres meses se quebró un dedo del pie en la calle. Dice en su casa que sigue haciendo rehabilitación, pero es mentira. Va a jugar. “Black Jack o ruleta. Se me pone la mente en blanco. No sé ni en qué país vivo. Es un recreo que me tomo, me divierto. Sí, miento en casa, pero les hago un favor, porque cuando me voy me voy contenta. Tengo un límite y además tengo suerte. ¿Qué mal hago?”, dice, mientras sorbe su licuado de frutilla con leche.
La escasa dignidad con la que la bolita blanca que ha zozobrado durante unos segundos cae en el casillero del 3, o del 28, o del 32, es automáticamente interpretada de acuerdo a signos tan abstractos como los mismísimos números. Quien había puesto allí una o más fichas dirá que “a ese número lo sigo siempre”, “me llamó a último momento” o “la ficha cayó ahí y ahí la dejé”. Quien, por el contrario, no coseche ningún premio, maldecirá en su propio idioma: “¡Les jugué a los dos de al lado!”, “¡Me lo olvidé!” o simplemente “Qué número de mierda”. A propósito, alrededor del cero se tejen y destejen una gama de personalidades bien marcadas: están los que jamás de los jamases dejan de incluirlo en sus apuestas, como quien aleja con muérdago a los fantasmas, y quienes lo ignoran como lo que es, una nada vacía de todo contenido, una nulidad matemática gracias a la cual nadie que se precie se pondrá contento aunque le depare uno o más plenos. Quien festeje ruidosamente la salida del cero se ganará el repudio silencioso del resto de sus compañeros jugadores, acaso porque al casino se va a tapar el cero de la mente, el cero del corazón, el cero de otros proyectos.