Jueves, 9 de marzo de 2006 | Hoy
Por Leonardo Moledo
El hombre subió al colectivo y empezó su perorata: “No hace mucho tiempo, lo mejor que uno podía regalarles a los nenes chiquitos era cualquier tipo de juguete que brillara en la oscuridad, pequeños muñecos que tenían la capacidad de captar energía mientras la luz estuviera prendida y emitirla cuando se apagase, generando un brillo propio que recordaba los artilugios mágicos, pero ahora la fluorescencia atrajo nuevamente la atención del mundo científico: investigadores taiwaneses modificaron genéticamente la estructura de algunos chanchos y lograron crear animales verdes que brillan en la oscuridad”. Y sacó un pequeño chanchito que, efectivamente, emitía una luz verdosa: “No prive a sus locos bajitos de su chanchito fluorescente”.
–¿No es maravilloso lo que ha logrado la ingeniería genética? –me dijo mi vecina de asiento, una chica bellísima y joven–. Al fin y al cabo no todo es soja. También hay peces fluorescentes, y dentro de muy poco va a haber elefantes fluorescentes.
El vendedor pasaba con el chanchito por las filas de asientos y dejaba que los pasajeros le acariciaran el lomo. Una mujer rubia que tenía un ojo de vidrio se encariñó tanto que ya no lo quiso devolver y lo compró.
–Yo soy bióloga –me dijo la chica–, y mi trabajo de tesis fue modificar genéticamente a un gato para que sirviera como estufa.
–¿Pero cómo lo hacen? –pregunté–. Porque no parece fácil conseguir que un chancho dé luz.
–No es fácil –me dijo un hombre desde el asiento de atrás–. Mire, yo soy viudo, y le aseguro que no se hace colocándole una lamparita. Pero resulta que toda la información necesaria para que los seres vivos sean como son está contenida en una molécula maravillosa, llamada ADN.
–Tiene forma parecida a una escalera en espiral, enroscada, que los biólogos llaman doble hélice –dijo una viejita arrugada que viajaba parada tambaleándose bajo un montón de paquetes y a duras penas se mantenía en equilibrio con un bastón tipo trípode.
–Allí se suceden nucleótidos –siguió la viejita–, que son bases químicas. Hay cuatro nucleótidos diferentes, que se ordenan de muchas maneras distintas y justamente el orden en el que están ubicadas es un código que transmite información, del mismo modo que un mensaje en Morse transmite información según el orden de sus puntos y rayas.
–El conjunto de los genes –dijo el viudo– es lo que se llama “genoma”, y los genes son trozos de ADN, que guardan determinado código.
–¿Pero qué codifican? –pregunté, mientras me invadía una aguda luz verdosa.
–Proteínas –me dijo la bióloga–. La función de los genes es codificar o dirigir la fabricación de proteínas.
De repente, la viejita se fue para atrás y se le cayeron dos paquetes. El viudo los levantó y los colocó delicadamente en la pila. Era todo un caballero.
–Los genes de las medusas –siguió la viejita, con voz temblorosa, recuperando el equilibrio con dificultad– contienen la información necesaria para que el cuerpo de los animales produzca una proteína que les transmite una coloración verde fluorescente.
–¿Pero qué tienen que ver las medusas con los chanchos?
–Ahí está el asunto –dijo la viejita arrugada–, lo que permite la ingeniería genética es manipular los genomas. Los científicos insertan los genes de la medusa en el ADN del chancho. Entonces, el ADN del chancho produce la proteína de la medusa que genera en los chanchos un color verde.
–Y ya tenemos un simpático cerdito transgénico –dijo la bióloga de mi asiento–. Y miren cómo lo están comprando. El tipo ya vendió diez, y si no me equivoco, es un profesor de la facultad, que así redondea el sueldo.
–La ingeniería genética es maravillosa –dijo el viudo–, uno puede introducir en el genoma de una planta un gen que produzca una proteína que rechace a determinados insectos o que retrase el proceso de maduración que hace que los tomates duren más tiempo en las góndolas.
–Pero entonces estos cerditos que vende el señor no son “propiamente” cerditos, sino una mezcla de cerdo y medusa.
–Una mezcla es mucho decir... –dijo el viudo–. Vaya, tanto como una mezcla...
–Bueno, tiene apenas un injerto pequeño –dijo mi bióloga, mientras el colectivo no sólo estaba iluminado sino invadido por los gruñidos de la piara... ¿Por qué no habrán injertado también el gen de la mudez?
–Bueno –dijo el viudo, reflexionando en voz alta–. Es verdad que a veces pequeñas variaciones en el genoma significan grandes cambios. Al fin y al cabo, los humanos diferimos de los orangutanes en menos del diez por ciento de los genes.
–¿Es posible? –pregunté, asombrado.
–Es así –dijo mi bióloga, clavándome sus ojos de un negro profundo–. Es más: yo era originariamente un orangután, pero me sometí a una terapia génica y aquí estoy.
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