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 Por Juan Gelman

El 13 de diciembre del 2001 un grupo de terroristas –o independentistas, o ambas cosas, según– que reivindican para Pakistán la porción india de Cachemira atacó el edificio del Parlamento nacional en Nueva Delhi y causó siete muertes. “La respuesta de la India a ese terrorismo debe ser tan inequívoca como la que Estados Unidos dio al 11 de septiembre”, clamó el profesor Brahma Chellaney del Centro de Investigaciones Políticas de la India. Por qué no: su gobierno está convencido de que los atacantes son financiados, armados y alentados por Pakistán, y la doctrina Bush establece que los países que albergan y/o alimentan terroristas merecen tanto castigo como los terroristas mismos. El modelo estadounidense admite otros discípulos: Sharon en las zonas palestinas autónomas, Putin en Chechenia, y hasta Pekín, que ha roto su larguísimo silencio sobre la represión que aplica a los uigures musulmanes de la provincia de Sinkiang para dar por primera vez noticia de que ha detenido allí a 2500 “separatistas”.
Si Bush fuera consecuente con sus proclamas debería bombardear sin más a Pakistán, su reciente aliadísimo contra los talibanes. En efecto, los servicios de inteligencia de Islamabad –que apoyaron a Bin Laden y no poco– son los que promueven en el 45 por ciento del territorio de Cachemira bajo égida india la acción de grupos como el que asaltó el Parlamento en Nueva Delhi. Pero si alguien hay que practica cabalmente el “haced lo que yo digo, pero no lo que yo hago”, ése es Bush hijo. Y su gobierno.
Washington teme el recrudecimiento del conflicto indo-paquistaní que ha provocado ya tres guerras en 55 años, sin hablar de los choques fronterizos frecuentes: ambos países tienen armas nucleares y, además, su enfrentamiento aja la improbable alianza que Colin Powell armó trabajosamente. Con ayuda del siempre amigo Tony Blair, Bush hijo presiona a Pakistán y a la India exigiéndoles “moderación”, una exigencia extraña si se piensa que procede de quien está arrasando Afganistán y tiene a otros cinco o seis países en la mira. El dictador paquistaní, Pervez Musharraf, ha debido ceder –condenó “toda clase de terrorismo”, detuvo a más dirigentes islamitas y opositores políticos, afirmó que sólo había prestado “apoyo moral” a los mujaidines de Cachemira y prometió, tal vez por las dudas, que sus servicios de inteligencia cesarían de enviarles armas y dinero–, pero la India, insatisfecha, sigue en pie de guerra. Lo dicho: el ejemplo cunde.
Es cierto que Washington aún no tiene a Osama Bin Laden vivo o muerto, pero cómo reprocharle que haya incendiado el pajar sin encontrar la aguja. Es apenas un detalle. En cambio, prepara una larga estadía militar en la región, como sucedió y sucede con Arabia Saudita después de la Guerra del Golfo. En Afganistán, efectivos de la 101ª división aerotransportada están sustituyendo a los marines: son tropas más entrenadas en la ocupación de suelo ajeno por períodos prolongados. A fines de diciembre último se instalaron en Bishkek, capital de Kirguistán, unos 200 elementos de las fuerzas armadas estadounidenses y la agencia noticiosa oficial comunicaba escuetamente que el Pentágono había solicitado al gobierno kirguís terrenos para situar una base aérea en las cercanías de esa ciudad. Según USA Today, un funcionario el Pentágono que prefirió el anonimato comentó al periódico que la presencia militar de Washington allí “iba a ser algo más que transitoria”. Kirguistán ocupa un lugar estratégico, limita con China y la nueva base equidistará del ex país de Mao y de los pozos petrolíferos de Uzbekistán, donde la fuerza aérea de EE.UU. cuenta ya con una buena instalación. Otra se construirá en Tayikistán.
El Los Angeles Times del 7 de enero pasado informó que, según fuentes del Pentágono, desde el nefasto 11 de septiembre EE.UU. ha establecido grandes campamentos militares en 13 lugares de nueve países próximos aAfganistán, que serían el prólogo de otras tantas bases. Es una red que, en realidad, circunda las reservas de gas natural y de petróleo de la cuenca del mar Caspio, las segundas en importancia del planeta. El esquema se repite: después de la guerra del Golfo, Washington instaló bases militares en seis países del golfo Pérsico, en general ricos en yacimientos de oro negro. Petróleo es petróleo y la familia Bush es petrolera.
Este designio estadounidense tensa los nervios rusos y chinos. EE.UU. está invadiendo en las ex repúblicas soviéticas las órbitas tradicionales de influencia de Moscú y además fortalece sus lazos con la India, que en 1998 proclamó que Pekín era su “enemigo N 1”. Este ajedrez centroasiático engorda serias contradicciones de la Cruzada de Bush hijo que nadie sabe cuándo y cómo estallarán. En especial porque la gran potencia del Norte ha dirigido su mirada al Africa y Somalía está desplazando a Irak del primer lugar de la lista norteamericana de países presuntamente liados con el terrorismo y punibles por lo tanto. Ocho grandes holdings petroleros estadounidenses y multinacionales firmaron contratos millonarios de prospección, perforación y explotación de pozos petrolíferos en Somalía durante el gobierno proyanqui del ex presidente Mohamed Siad Barre. Esperan, para ejecutarlos, que alguien pacifique el país, desgarrado por una guerra civil interminable. Pero ése es otro capítulo.

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