Viernes, 5 de mayo de 2006 | Hoy
Por Leonardo Moledo
En un antiguo edificio de arquitectura pesada se eleva la Escuela Secundaria Nº 1 “Enrique Pestalozzi”, orgullo del municipio de Miriápolis. Los alumnos del Pestalozzi gozan de una aureola especial y estudian todas las ciencias útiles: Geografía de Miriápolis, Literatura, Historia y Artes de Miriápolis, tres cursos de antropología cultural del municipio, Música y Poesía locales, entre muchas otras materias esenciales para quienes se supone serán los futuros funcionarios. Naturalmente, se dedica un cuatrimestre entero a la Historia, la Geografía y la Literatura universal, bajo el título de “Asuntos internacionales”.
Cuando el famoso pedagogo de Miriápolis, Enrique Bonnet D’Aubisson, asumió la dirección del Enrique Pestalozzi, y pretendió invertir la situación instituyendo un solo año de Historia del municipio y dándole prioridad a la Historia universal, no imaginó que iniciaba una de las épocas más turbulentas y extrañas que se recuerden.
La reacción fue inmediata: un grupo de alumnos armados se plantó frente al rector y le informó que no aceptaban los cambios. No solamente eso: exigían, además, que se reemplazara la Geometría burguesa euclideana por una Geometría de Miriápolis. Además, que no se toleraba que el rector usara anteojos. Anonadado por el estupor y con un revólver apoyado en su cabeza, el rector D’Aubisson optó por ceder.
Tan sólo una semana después, una coordinadora intercentros presidida por un alumno del Pestalozzi, con miembros de todos los otros colegios, se instaló en un inmueble de dos pisos y, en una turbulenta sesión, resolvió transformarse en Comité de Salvación Pública, deponer al rector D’Aubisson, confinarlo a un calabozo del Enrique Pestalozzi y colocar al frente del colegio a un comité de tres rectores, ninguno de los cuales contaba más de diecisiete años que muy pronto imponía toda clase de reformas, adoptadas ante la silenciosa impotencia del intendente municipal, un hombre razonable y por lo tanto, débil. Es necesario reconocer que muchas de esas reformas eran reclamadas desde hacía tiempo como la extensión de la electricidad, el gas y la red cloacal; otras parecieron abiertamente escandalosas y fueron vetadas por el intendente, como el permiso para contraer matrimonio a cualquier edad que superara los doce años, la promoción automática en todas las materias, la elección de los profesores por los alumnos y la posibilidad de imponer castigos corporales a los docentes.
Cuando el intendente quiso reaccionar, ya era tarde. Las fuerzas del municipio enviadas para disolver el Consejo de Rectores tuvieron que enfrentarse a un verdadero ejército de alumnos disciplinadamente armados, quienes anunciaron que no vacilarían en disparar contra las fuerzas del orden. El jefe de Policía entregó las armas y se puso a las órdenes del Consejo de Rectores. Este, en un acto de audacia, depuso al intendente y asumió todas las funciones del municipio, que fueron delegadas en alumnos de los años superiores en un primer momento, y luego en estudiantes de todos los años, aun en los que estaban haciendo el difícil curso de ingreso al Enrique Pestalozzi.
Empezó entonces un período de confusas reformas, decretos, prohibiciones y libertades que confundieron por completo a la población: los alumnos de los años inferiores exigieron participación en el comité, acusando a los rectores de tibieza y conservadurismo debido a su avanzada edad. Los nuevos rectores, de doce y trece años, exigieron e impusieron la legalización de formas de erotismo desconocidas para el municipio, la subordinación de los padres a la autoridad de sus hijos adolescentes, la prohibición de los automóviles en favor de las motos –cuyos permisos de conducir se expedían a partir de los diez años– y la obligatoriedad de que cada adulto fuera controlado por un tutor de no más de trece años. En medio de toda esta avalancha de reformas, nadie advirtió que los colegios primarios comenzaban a moverse. Es difícil entender cómo los niños de las escuelas primarias armados de hondas y aceritos consiguieron desarmar a los omnímodos Rectores Púberes e imponer un nuevo Consejo integrado exclusivamente por niños de hasta diez años de edad, y entronizar a un alumno de primer grado de la Escuela Primaria “José de San Martín”, de siete años y medio, como máximo funcionario público.
Pero la piedra estaba lanzada y nadie podía detenerla. No alcanzó el nuevo poder infantil a imponer los cuentos de hadas en los actos públicos, la confiscación revolucionaria de los kioscos de golosinas en favor de los nuevos funcionarios, la obligatoriedad de los juegos de mesa y de pelota en las oficinas públicas, la prohibición total del trabajo en todo el territorio de la municipalidad, el control de los ingresos familiares por los niños más pequeños, la abolición del sistema de tutores adolescentes en favor de tutores niños, cuando nuevas oleadas de rebelión del poder aún más joven los desplazaron de los altos cargos que ocupaban. Primero los alumnos de preescolar y de los Jardines de Infantes detentaron un efímero poder, hasta que éste cayó en manos del Comité General de Bebés de Miriápolis, que consiguió entronizar al primer Intendente Bebé, Carlitos Abasolo, de solo dos años, y conferirle la suma del poder público y la administración de justicia del municipio.
La población, que debió aprender aterrorizada a hablar en media lengua, bajo penas severísimas, vio con alivio la caída del Consejo de Bebés en favor del Comité Confederado de Integrantes de Nurserys de los seis sanatorios y clínicas existentes en la municipalidad, y que consiguió imponer el uso obligatorio de pañales a toda la población.
Fue entonces que la cosa estalló, porque se comprendió que el poder real residía en un oculto pacto de enfermeras y nurses de las clínicas, y quien en realidad ejercía el poder en lugar del Intendente –un bebé, de apenas nueve días y que encima estaba en la incubadora– era la caba de la clínica El Final, de quien se contaban historias muy poco edificantes y que empezó a construirse una mansión de lujo nunca visto en el municipio. La rebelión de la población contra el uso de pañales fue total, y dio lugar a un período de confusa anarquía, hasta que todo retornó a la normalidad y asumió un nuevo intendente que repuso a D’Aubisson, quien resolvió postergar por el momento toda reforma de los programas.
Y que, por las dudas, resolvió usar lentes de contacto.
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