Sábado, 28 de octubre de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
Hay algunas palabras nuevas tanto en sociología como en arquitectura. Un sociólogo alemán analiza fenómenos urbanos de época valiéndose del trabajo de un crítico de urbanismo norteamericano: eso acaso nos esté señalando que muchas veces confundimos con locales modos de vida que son globales. Esta perspectiva es fundamental para analizar algunas cuestiones, porque creo que detectar el origen del fenómeno nos habilita mejor para pensarlo. Lo global hace décadas que impone tensiones allí donde antes no las hubo. Y estamos ante un problema, amigos: ¿lo global cómo se piensa? Y sobre todo: ¿cómo se combate?
El crítico de arquitectura Steven Flusty es el autor de un ensayo breve titulado Building Paranoia, en el que se ocupa de detallar lo que él llama “espacios de interdicción”. Son uno de los hitos más imitados de la arquitectura norteamericana actual. Está el “espacio escurridizo”, el “espacio accesible sólo a través de sendas tortuosas”, el “espacio erizado”, el “espacio nervioso”. Se usan en torres de departamento, esas torres de lujo rodeadas de espacios verdes como las que ya se empiezan a ver en Buenos Aires. No sirven en realidad para ahuyentar a nadie, y no están pensados para eso. Pero todos ellos remiten a una intención estética que dé cuenta de un lugar inaccesible, repelente a extraños.
Flusty concluye que los “espacios de interdicción” constituyen una paradoja de época: son monumentos urbanos celebratorios de la desintegración de la vida en comunidad. Replican en las mentes de los compradores las troneras, las torretas y los fosos de la Edad Media. Dan idea de un mundo cerrado allí donde todo debería estar abierto, en la ciudad. El mayor atractivo de la ciudad, su razón de ser psíquica, sigue residiendo en lo múltiple. Para los que venían de la monotonía de sus pueblos, la ciudad era en sí misma un permiso; como Benjamin, uno podía perderse en la ciudad. Pero lo global deforma esa idea. Sus peligros, sus enemigos internos, su permanente clima de sospecha hacia el semejante hace que se acepten como semejantes solamente los que uno conoce con nombre y apellido. Como en los pueblos.
Zygmunt Bauman parte de Flusty para hablar de dos tendencias colectivas y urbanas contemporáneas: la “mixofilia” y la “mixofobia”. La primera es la que dio origen a la ciudad y a su magnetismo de oportunidades, idiomas, heterogeneidad. La segunda es su contracara y es el fenómeno global imparable: la fobia a lo múltiple, a lo plural, a lo distinto.
Mientras la plusvalía global va a parar a manos del grupo de corporaciones que concentran los insumos estratégicos, los sujetos globales sospechan que el nuevo vecino es sucio. O adicto. O hacen reuniones de consorcio para exigirle a la del 5º C que cierre la puerta de calle con llave, porque han descubierto, alarmados, que un par de noches hubo chicos de delivery de pizzas que tuvieron acceso al ascensor. O se descubren soñando con la imagen de una casa en un barrio cerrado. Pero si en la ciudad el extraño se diluye y se escurre, en los barrios cerrados el extraño se reproduce de a miles en las villas cercanas. No hay salida: el peligro se expande y es imposible sentirse seguro.
Siempre a la vanguardia de la paranoia global, Estados Unidos ha decidido construir un muro de 1200 kilómetros en su frontera con México. Un muro semejante se parece, más que al de Berlín, al que Marruecos construyó a lo largo de miles de kilómetros del desierto, para cercar a los árabes saharahuis. Se trata de una manera de usar la arquitectura para expresar el deseo de interdicción. Los norteamericanos padecen mixofobia y harán lo necesario para calmarse. Sin disimulos, sin pruritos, sin pudor. La época los ampara, ya que en cada país de los que ellos desprecian se reproducen los muros, los fosos y las torretas. En cada país de los que ellos doblegan han dejado caer la semilla de la mixofobia, de modo que los bárbaros están atrapados en una cárcel al aire libre: no pueden salir de sus países, y en sus países tampoco son aceptados. Así, con el mismo impudor, se debería reformular la democracia que exporta Estados Unidos, y incluye una premisa básica: los hombres y las mujeres no son iguales ni tienen los mismos derechos, y la libertad que se promueve no es la de circular sino la de impedir circular.
La democracia que exporta Estados Unidos demanda hacerse cargo de sus virtudes y defectos: es un sistema de protección de los fuertes a expensas de debilitar hasta la exasperación a los débiles.
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