Miércoles, 13 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Leonardo Moledo
Las ventas telefónicas se han convertido en una nueva forma de vida, en una dimensión existencial diferente, que jamás hubiera soñado un hombre medieval. Cuando alguien te llama para venderte algo, te saluda por tu nombre de pila, emite un inesperado arrullo y arremete ofreciéndote la felicidad por pocos pesos, comprendés por fin que el mundo te quiere y que la tan mentada soledad del sujeto posmoderno no es más que una patraña académica. Pero no siempre uno se da cuenta.
–¿Hablo con Leonardo? –me preguntó una voz.
–Sí, naturalmente, ya que llamó a mi teléfono.
–Mirá –dijo la voz–, habla Yanina, del cementerio tal y tal, y estoy ofreciendo parcelas a precios módicos.
–La verdad es que no tenía pensado morirme a muy corto plazo.
–Me imagino –dijo Yanina con una risa medio tonta–, pero podrías suicidarte.
–Mirá, no lo había pensado –dije, y era verdad.
–¿No considerarías la posibilidad? –dijo Yanina–. Justamente tenemos un kit de suicidio perfecto, indoloro, rápido, y si comprás la parcela, te lo bonificamos. No tenés que pagar ni un peso.
Lo del kit sonaba interesante, pero no me dejé tentar.
–No –dije con firmeza, y Yanina cambió de estrategia:
–Pero yo te ofrezco una parcela, no un entierro. Justamente, podés pagarla a largo plazo y así cuando te mueras tenés el problema solucionado.
–Y decíme –pregunté–. Yo tengo una familia tipo. ¿Hacen descuentos?
–¡Por supuesto! –me contestó Yanina–. Tenemos tumbas familiares, con dos lugares para adultos y dos para niños.... imagináte que te estrellás con el auto y muere toda su familia.
–No tengo auto...
–Bueno, un avión.... un helicóptero...
–...
–Una guerra atómica...
–Pero decíme. ¿Vos pensás que si hay una guerra atómica alguien se va a preocupar por el lugar donde lo entierran?
–No lo sé –dijo Yanina, que obviamente no había calculado el caso–. Si querés, te llamo la semana que viene.
–La semana que viene me mudo a Tailandia.
–Te llamo a Tailandia, no te preocupes, allí tenemos sucursales....
–Bueno –dije.
–Te llamo la semana que viene.
Pero a los pocos días me empecé a preocupar. ¿Y si de repente sí se me ocurre suicidarme? ¿Y si me atropella un caballo y me pisotea la cabeza? ¿Y si un elefante enfurecido me ataca en mi próxima expedición al Africa? Sin hablar de las enfermedades rápidas o lentas, de un ataque terrorista, bombardeos, guerras... La verdad, decidí, había sido injusto con la pobre Yanina, me había portado asquerosamente con alguien que sólo me había dado amor y simpatía y que se había ofrecido generosamente para ayudarme.
Pero, ¿cómo encontrarla? Quería pedirle perdón, estaba dispuesto a comprar tumbas para mí, para todos mis amigos, y aun para mis enemigos (deseando, en este caso, que se llenaran cuanto antes). ¿Y Yanina? ¿Tendría ya su tumba asegurada? Pero Yanina se había desvanecido en el más allá.
Poco después me llamaron para ofrecerme un caballo de carrera, una operación de vesícula, una cuenta de banco que me permitía comprar un helicóptero si se me ocurría, y al mismo tiempo asistir a las reuniones de la alta sociedad, un reloj tallado en un solo diamante, un cuadro falso de la Virgen de las Rocas exactamente igual al que aparece en El código Da Vinci... decía, con remordimiento, que no, y preguntaba por Yanina.
Me ofrecieron una manzana envenenada para librarme de amigos o enemigos molestos (no de vendedores, desde ya, ya que ellos hacen todo por teléfono). La verdad es que lo de la manzana envenenada me interesó (pensé en Blancanieves, en Eva, en Guillermo Tell), y compré un kilo. Debo reconocer que tuvo un éxito impresionante: me liberé de mi mejor amigo, de varios alumnos molestos, de un ex pasante cargoso, de una tía que me dejó una herencia interesante. También compré tubos de oxígeno, nitrógeno líquido, un quirófano, un frasco de formol que contenía un nudillo de las robadas manos de Perón, una momia apócrifa de Tutankamón... pero detrás de cada compra, detrás de cada respuesta a cada vendedor o vendedora me roía la nostalgia y la culpa y preguntaba si conocían a Yanina. Ella había sido, al fin de cuentas, mi única amiga, la que primero me había llamado, la que mejor me había comprendido y querido en este desgraciado mundo.
Pero nadie sabía nada de Yanina. Nadie había oído hablar de ella. ¿No habría sido un fantasma? Al fin y al cabo vendía cosas relacionadas con el otro mundo.
Hasta que un día: –Habla Yanina –dijo la voz en el teléfono.
–¡Yanina! –dije, sin poder creer en mi suerte–, ¡al fin! ¡Te compro el cementerio entero, con el kit de suicidio incluido!
–Ah –dijo Yanina–, pero es que ahora ya no vendo tumbas, sino un jarabe que te garantiza una vida eterna y plena.
Me quedé desconcertado ante la magnitud de la traición.
–¿Cómo pudiste hacer algo así?
No se inmutó.
–El jarabe viene con un manual de yoga para mantener el equilibrio emocional y un curso de fakir para caminar sobre el fuego sin cargo.
–¿Entonces no era por mí que lo hacías? –pregunté, incrédulo–, ¿entonces no te importaba nada mi última morada?
–¡Vivir para siempre! –exclamó Yanina–, ¿te imaginás? El jarabe es seguro y no puede fallar y hacemos descuentos familiares y por cantidad.
Colgué el teléfono sin despedirme y corté el cable con una motosierra comprada poco antes. ¡Entonces no era verdad! ¡Era todo mentira! ¡Yanina me había engañado y yo no le importaba nada! ¡Sólo la guiaba un burdo interés comercial!
Me quedé sentado largo rato contemplando el inmenso vacío de una vida sin compras telefónicas. Y lo peor es que ni siquiera podía suicidarme de desesperación porque no me había asegurado mi parcela.
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