Miércoles, 28 de febrero de 2007 | Hoy
Por Sandra Russo
Hace rato que creo, y lo escribí ya un par de veces en distintos contextos, que uno de los dilemas íntimos de las mujeres, hoy, es aceptar y dejar ver su fragilidad. Hemos mamado tanto la teta nutricia de la fortaleza, la que nos dio esta época, que nos ha generado anticuerpos incluso contra ciertos aspectos de nuestro yo.
Así como en un momento fue necesario liberarse del mandato patriarcal, en algún otro momento, hace muy poco –quizás esté sucediendo exactamente ahora–, muchas mujeres fuertes, quizá demasiado fuertes, sienten que deben liberarse también del mandato feminista.
Respeto el feminismo, claro, y le doy el crédito de poder estar ahora pensando cosas como ésta. Pero no creo en los postulados feministas como los católicos creen en su dogma, de modo que no tengo por qué estar de acuerdo en todo, o no sentir algunas cosas que se dan de patadas con lo políticamente correcto.
Yo creo que somos fuertes, muy fuertes, actualmente bastante más que los hombres, que se nos han puesto mimosos, pero creo además que también somos frágiles, muy frágiles, y que nos gustaría darnos a conocer así, para que los hombres no estén todo el tiempo suponiendo que podemos resistir todo, o que muy rara vez se nos pase por la cabeza que a veces necesitamos un hombre, más que para la cama, para las lágrimas. Esas, justamente. Las que no lloramos.
Pero siempre que lo pensé fue en relación con la esfera privada. Y ése es otro desvío de lo que ha pasado con nosotras en las últimas décadas. Se nos espera igual de fuertes en lo público y en lo privado; mientras tanto, un hombre público no enfrenta contradicciones si es fuerte, enérgico y vehemente en su trabajo, y dulce, tierno y comprensivo con su familia.
Este último domingo me encontré con un recuadro en la página 4 del diario Clarín que me trajo todo este tema a la cabeza. Acompañaba, el recuadro, la cobertura de una nota sobre “La pelea electoral” y la posible candidatura presidencial de Cristina Kirchner. Allí, algunos encuestadores trazaban una perspectiva sobre “el carácter y el perfil” de C. Kirchner (perdón, pero sigo no soportando que a las mujeres públicas se las llame por el nombre de pila y a los hombres por el apellido. Y no me vengan con Evita, porque me vienen más seguido a la memoria María Julia, Adelina, Matilde y Claudia).
Según Ricardo Rouvier, “Cristina tiene espacio propio que la gente recorta y que no es anodino”. Pero agrega que para los sectores medios y altos urbanos son más visibles algunos “aspectos negativos” como “la militancia de los ’70, y su carácter autoritario”. Vale aclarar que no eran valoraciones del encuestador, sino de los encuestados.
Analía del Franco, por su parte, considera que “sí logra manejar bien su carácter”, C. Kirchner tiene buenas posibilidades, porque “el temor con una candidata mujer es que sea débil”.
Bien, pensé cuando terminé de leerlo. Es lo de siempre. A una mujer se le pide que sea fuerte, pero cuando es fuerte es autoritaria, porque no se nos pide sólo que seamos fuertes, sino que además ejerzamos un nuevo tipo de fortaleza (que nadie sabe si existe) en lo público, seguramente tomando imágenes del mundo privado: una mujer fuerte pero tierna, enérgica pero dulce, vehemente pero simpática, arrasadora pero buena madre, infatigable pero coqueta, creativa pero tradicional, áspera pero suave. Dios mío, ¿hasta cuándo se nos seguirá pidiendo lo imposible?
Así que las inquietudes del electorado no pasan por la coincidencia o no con un proyecto político en marcha, sino por los matices entre debilidad y fortaleza de una eventual candidata.
¿Por qué no empezamos a hablar un poco más en serio?
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