Lunes, 2 de abril de 2007 | Hoy
Por Eduardo Pavlovsky *
Bacon pinta deformando rostros. Como hacer visibles las fuerzas invisibles. Función primordial de las figuras. Deformar y hacer emerger una cara de un rostro. Con todas sus fuerzas. Con todas sus intensidades. Bacon es un pintor de fuerzas. No narra. No ilustra. Solo deforma la figura –y nos produce sensaciones– lógica de sensaciones (Deleuze). Las fuerzas invisibles de la cara de Eisenstein (1925), la cara de su amiga Isabel Rawsthorne contrapuesta por sus líneas de fuerza en un grado de violentación máximo (1967). Fue ella quien le dijo cuando vio su retrato: “Nadie me ha pintado mejor que tú, me has expresado por fuera de mis límites. Esa soy yo”. El grito del papa Inocencio X, cuánta fuerza enmarcada. Pero llega como sensación a nuestro cuerpo. Convertido en ojos que devoran sensaciones. No relatan nada. Solo se exhiben. Y uno es pura sensación. Figuras acopladas –cuerpos estrujados en la misma figura–- bajo una misma fuerza de acoplamiento. Uno se estremece, vibra. Con la multiplicidad de ojos insertados en nuestro cuerpo. De la figura de Bacon al cuerpo nuestro en forma directa. Se inyecta en nuestro cuerpo. Quedamos baconeados. Atrapados en pura sensación. Bacon se pregunta ¿había que traer al pleno día esa relación de la pintura con la histeria rehusando la vía figurativa, la vía abstracta? Mientras nuestros ojos cuerpo se encantan con los Inocencios X y sus fuerzas. El se interroga pero ya es tarde.
Se le debe hacer a Bacon, lo mismo que a Beckett o Kafka, el siguiente homenaje. Han erigido figuras indomables –indomables por su insistencia, por su presencia en el mismo momento que representaban lo horrible–, la mutilación, la prótesis, la caída, lo fallido. Le han dado a la vida un nuevo poder de reír extremadamente directo.
Cuando leo que según el Indec existen diez millones de pobres y que tres de ellos son indigentes la noticia no me llega al cuerpo, reflexiono que son demasiados, entonces y todavía, los niños pobres malnutridos. Que una generación de argentinos o dos ya están neurológicamente afectados. Que ya no pueden pensar bien y que las técnicas de acción lleva a un amplio sector a la delincuencia, la drogadicción o la pordiosería. Otro sector se salvará en las manos de Dios, Dios lo quiera. Pero la información queda en una zona reflexiva, mis ojos cuerpos están fuera del régimen de involucración. De repente pienso: Somos cada vez más ricos (9,6 del PBI) y cada vez más pobres. Hasta allí llego, ni siquiera mi cuerpo parece afectado por la indignación de las cifras. Me estadisquizo. Pienso en cifras.
¿Habrá un lenguaje escrito que nos produzca hambre de vacío, cuyo rostro está con sus ojos fuera de las órbitas, lleno de moscas? ¿Un lenguaje que no produzca belleza ni información sino hambre infinita, mortalidad infantil que se vislumbre cuando nuestros ojos se desorbiten como esos monstruos sin lactancia? Pienso en Bacon, lo necesito. Palabras que produzcan sensaciones en nuestro cuerpo-ojos.
Convulsiones como respuestas, que las nuevas palabras de un nuevo lenguaje nos hagan epilépticos por un rato. Palabras proyectiles como decía Alvarez de Toledo. Balbuciemos las otras, las que expresan los ojos reventados, dolores infinitos, aullidos, muchos aullidos.
La palabra interdicta, obscenidad de los goces infinitos y de los dolores que ya no caben en lenguajes viejos. Enterremos el sentido común y a los grandes discursos que nos vaciaron de sentido.
A la hoguera con los lenguajes viejos –olor a trampa impúdica–, no soñemos con el hombre nuevo. Rescatemos de las sobras, de los restos de los desperdicios de los escombros y de las cunas infectadas las palabras que hemos arropado de cultura. Un lenguaje de obscenidad –no inventemos nuevos hombres–, cambiemos sus palabras fáciles. Demasiadas, que construyen la tristeza. Un nuevo lenguaje que no filosofe la indigencia sino que nos transmita como la figura de Bacon sensaciones de lo horrible. Lo horrible transformado en obvio.
La inseguridad se construye día a día en Latinoamérica. Los robados roban. “El ingreso promedio de los ocupados no supera los 860 pesos. La tasa de desocupación del último tramo del año pasado coincide con el 40 por ciento de la población sumergida en la pobreza” (Daniel Muchnik). Un aullido fuerte. Pocas palabras.
Cuando Chávez insulta en forma tan directa a Bush –son palabras punch, no mediatizan nada–, uno las recibe con la sensación de los ojos del cuerpo. Las buenas palabras se acabaron. Chávez las suprime. Queda el golpe del insulto en el estómago, el hígado, en la barbilla. Son golpes. Es pintura de la figura baconiana. El sentido común se esfuma. Las grandes excusas vuelan. Solo sensación de un cuerpo que lleno de ojos recibe “deformación” de fuerzas. No es fino. No es diplomático. Es pintor del aullido enmarcado. Queda feo. Como el papa Inocencio enjaulado, con la boca abierta y sus dientes que parecen morder el aire. Como el rostro de Isabel Rawsthorne en su deformación vital. Bush es deformado en el insulto directo. Pero el impacto nos llega y le llega al dictador del siglo. El también se retuerce. Le molesta la pintura de Chávez. Prefiere los discursos suaves. Pero el venezolano no es sutil y nosotros al escucharlo somos también misiles, aviones bombardeando, cuerpos en el aire, 700.000 iraquíes muertos, somos crimen por un rato, nos llenamos de sangre por el suelo, somos soldados y sus bayonetas y somos también niños aterrorizados de tanto ruido. Las palabras de Chávez son baconianas, cuando somos Chaplin en El Gran Dictador o el Guernica de Picasso. Todo el insulto en la pintura y la cobardía de los que se asustan de que pinte así. El otro gran pintor fue Castro. El le enseñó a manejar los pinceles. Y sobre todo el color. ¡Cuánto colorido! Que deje de pintar dicen los sobrios. Los decentes. Y nosotros le decimos a Chávez que no deje de pintar que cada vez pinta mejor. Que ahora es su momento. Que muchos lo admiramos cuando sus pinturas nos llenan de colores, de sensaciones nuevas. De esperanza. De alegría.
* Psicoterapeuta, autor, director y actor teatral. Entre sus numerosas obras se encuentran El Señor Galíndez, Potestad y La muerte de Marguerite Duras.
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