Lunes, 2 de abril de 2007 | Hoy
ESPECIALES › SUPLEMENTO ESPECIAL 25 AñOS DE MALVINAS
Un grupo de ex combatientes se reúnen en la cima del Wireless Ridge donde estaban sus trincheras durante la guerra.
Por Por Federico Lorenz *
“Tengo todo lo mío.”
Wireless Ridge (Malvinas),
12 de marzo de 2007
Puerto Stanley es una ciudad chica, recorrida de Este a Oeste por la avenida Ross, una costanera ventosa y fría. Toda su vida parece transcurrir por ella: el correo, la casa del gobernador, el Town Hall, el mercado de la Falkland Island Company. Después de las cinco de la tarde, que es cuando todo muere aquí, el lugar para encontrarse con los argentinos desparramados por la capital de Malvinas es esa avenida. Vamos y venimos desorientados por esa ciudad que muere cada día.
Sin embargo, si la cabeza de quienes caminan por las calles azotadas por el viento y la llovizna persistente está orientada por las memorias de la guerra de 1982, esa experiencia es engañosa. Si ese es el caso, Stanley cambia de forma, y se parece a uno de esos libros para chicos que al abrirlos despliegan casas y figuras de cartón, escenas de otros tiempos. El tiempo retrocede. Entonces, ese reloj de agujas gruesas sobre nuestra cabeza se pone blanco y negro y recuerda fotografías de columnas argentinas marchando hacia el Oeste bajo su mirada.
La avenida Ross es el camino que miles de soldados argentinos hicieron durante la guerra, desde el aeropuerto hacia los cerros en los que cavaron sus posiciones y esperaron el ataque británico. Cuando se produjo la retirada, por allí mismo regresaron en desbandada bajo el bombardeo o como prisioneros para ser embarcados rumbo al continente.
Salgo a la tarde, cuando la lluvia amaina, para hacer ese camino. Vale la pena. Es una hermosa costanera, con monumentos a los caídos. Hay uno que perturba especialmente, dedicado por los isleños “a aquellos que nos liberaron”, los militares británicos muertos en 1982. El casco semihundido del “Jhelum” es una tentación para los fotógrafos.
Por arte de la memoria y del mismo paisaje, el asfalto de repente se vuelve un camino de ripio barroso y poceado, que acompaña materialmente el viaje en el túnel del tiempo. La única compañía son el viento y los cerros silentes. Hacia el Oeste, los picos del Dos Hermanas aparecen negros y ominosos contra el cielo gris.
Miro hacia atrás, y veo una hilera de hombres marchando hacia mí. Fueron soldados en 1982; hoy son ex combatientes que vuelven a visitar sus antiguas posiciones. Nos conocemos desde antes, y me invitan a subir con ellos. Es un raro privilegio, pues estos días han debido esquivar el asedio de distintos medios, que saben que un grupo numeroso de ellos vino a Malvinas a cerrar un capítulo de su historia. Visitan el lugar en el que podrían haber muerto y en el que vieron a tantos morir.
Cumplir promesas, cerrar heridas, saldar deudas, pasar una noche en la antigua posición: en gran medida es por eso que muchos vuelven, pero a veces esas necesidades personales son incompatibles con los tiempos de la avidez social por las novedades que un aniversario redondo (¡un cuarto de siglo, caramba!) despierta. El tiempo se detuvo para ellos en el momento en el que los marcó indeleblemente con la guerra, aunque hayan seguido viviendo. Para otros no fue así: no sobrevivieron a la batalla, o a su recuerdo.
Pasamos por el lugar donde estuvo el cuartel de los Royal Marines, en Moody Brooke: nada queda de él. Ya reconocieron la cresta del Wireless Ridge, donde estuvieron sus posiciones, y hacia allí vamos.
No tenían pensado llegarse hoy hasta sus covachas, las posiciones que ocuparon durante la guerra. Simplemente salieron a caminar después de comer. Pero, como uno de ellos me dice a los gritos, no sé qué fuerza me trae aquí y ahora me atrae, no me deja volver. Y ahora están, detenidos en la base de un cerro: del otro lado está su historia. Para cortar camino, le piden permiso a los gritos a una isleña:
–Can we pass? We want to visit the places where we fought 25 years ago!
–Yes, come in.
Y eso es todo. La mujer ni siquiera dejó de acomodar unas herramientas en la entrada de su casa. Tan sencillo, tan profundo a la vez.
Subimos a los tumbos por la ladera esponjosa y húmeda. De repente asomamos a un valle, que sube suavemente hacia otra loma y allá, a lo lejos, recortado contra el cielo, está el Longdon. Es una visión abrumadora, pero acaso sólo lo sea si pensamos que allí tuvo lugar uno de los combates más feroces de la guerra. Más allá, al Norte, del otro lado de un brazo de agua, hay una casa que ellos conocen demasiado bien: cerca de ella, cuatro de sus compañeros volaron cuando el bote en el que cruzaban para buscar comida chocó contra una mina. Comentan en voz baja, con algún resentimiento, que ahí se veían luces de distintos colores cada noche, pero que tenían prohibido tirarle a la casa.
El faldeo verde está manchado de negro aquí y allá con una frecuencia desazonadora: lo que no son restos de las posiciones argentinas son las marcas de las bombas inglesas que las buscaron.
Me he quedado solo. Los hombres a los que acompañaba van y vienen entre las rocas evocando jornadas y nombres, ríen, gritan y se abrazan cuando esto sucede. Pero al final vence el silencio reflexivo, y sus voces se pierden, además, entre las ráfagas poderosas que vienen del Longdon, allá al Oeste, como una advertencia. Desparramados por el suelo hay restos que representan la vida de esos hombres en los pozos: maderas, frazadas, ponchos, cápsulas servidas, hierros oxidados y cables de teléfono. Uno de los que vuelven, Beto, perdió un brazo durante la guerra, y lo hirieron en el pecho para rematarlo. Recuerda la guerra en tres colores, me dijo antes de venir: negro de la tierra, blanco del humo de la explosión y rojo de su sangre. Servía los morteros que apoyaban a sus compañeros de la Compañía B, que sufrió el ataque inglés en la noche del 11 de junio. Está fascinado por el lugar: levanta piezas de hierro que tras sus palabras cobran vida y permiten imaginar sus acciones; señala los restos de su posición y sencillamente informa que los pozos que la rodean son los cráteres de la artillería inglesa que los buscó para destruirlos. Levanta una caramañola rota, la tira, despliega una frazada mohosa, se mete en un pozo semiderruido, toma unas cápsulas servidas, alza un caño que usaron de antena para la radio... nos mira desde lo alto, conmovido, y dice simplemente: “Tengo todo lo mío”.
Parece que hasta el viento ha cesado por un instante, pero no es así. Sólo es la ladera del cerro que nos repara. Cuando llegamos al filo del Wireless Ridge, ya de regreso, sus aullidos nos recuerdan que siempre estará allí, custodiando las cosas con las que Beto fue a la guerra, lo que de él dejó en Malvinas, a los que no volvieron, a los que jamás se pudieron ir del todo de las islas, recordándonos que en realidad todos, mientras no hablemos, mientras no escuchemos, seguimos de algún modo allí.
* Licenciado en historia, coordinador y capacitador del CEPA (Secretaría de Educación al gobierno de la ciudad). Autor de Las guerras por Malvinas y de Cruces, idas y vueltas por Malvinas, junto con María Laura Guembe.
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