CONTRATAPA

La historia contra lo absoluto

 Por Leonardo Moledo

La ley de gravitación universal descubierta por Newton a fines del siglo XVII definió toda la ciencia que vendría en los tres siglos siguientes. Era una ley, si se quiere una ley de leyes (como lo sería más tarde la ley de conservación de la energía), que se cumplía en todo lugar y todo tiempo: efectivamente, dos cuerpos situados en dos lugares cualesquiera del universo, no importa la distancia que los separara, se atraían con una fuerza directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional a la distancia que las separara, no importa que fueran átomos, estrellas, montañas, cometas, galaxias (cuya existencia Newton no podía sospechar): en 1759 la vuelta del cometa desde entonces llamado Halley, predicha en base a la ley de gravitación universal, proporcionó el espectáculo increíble de los mecanismos celestes rindiéndose a los pies del gran científico inglés, incluyendo a los cartesianos franceses, que insistían aún con un universo puramente mecánico, gobernado por torbellinos de materia sutil que arrastraban a los planetas: en la síntesis prodigiosa que proporcionaba la gran ley, el universo entero se transformaba en un inmenso mecanismo regido por las fuerzas de gravitación.

En 1685 presentó un informe sobre el movimiento de los astros con el título De motu: era la primera noticia del famoso descubrimiento mediante el cual Newton unificaba los fenómenos celestes y terrestres y deducía matemáticamente las leyes de Kepler del principio de gravitación universal. Se publicó en 1687 en forma más amplia con el título Philosophiae naturalis principia matematica. Esto es, Principios matemáticos de la filosofía natural: era el libro de la naturaleza escrito en caracteres matemáticos que había reclamado Galileo.

Y sin embargo, a Newton todavía se le había escapado algo. Así como Kepler se había reservado –sin quererlo– un residuo circular para sus fuerzas o tientos que emanaban del Sol, el mundo que nace de la cabeza de Newton conserva todavía un residuo de la doctrina aristotélica: el mundo había sido reconstruido y explicado de nuevo, y los planetas y sus satélites y todo lo que se observaba se ajustaban a la ley de gravitación: ¿por qué quejarse entonces?

Pero hubo quejas, que partieron del continente y de los científicos más cerradamente mecanicistas, que no aceptaban la existencia de un ente como la fuerza gravitacional, inmaterial, que actuaba a distancia –sin contacto entre los cuerpos– cruzando el vacío y a velocidad infinita. “Estábamos tratando de eliminar toda la metafísica aristotélica de la física hasta que no quedara ni siquiera ni un corpúsculo –rezongaba Huygens– y ahora la metafísica se nos cuela a través de un objeto no material, de cuya naturaleza no sabemos nada, y que verdaderamente tiene poco de físico y mucho de metafísico”.

Pero además, Newton conserva la idea de espacio y tiempo absolutos; no en el mismo sentido de Aristóteles, desde ya, para quien el absoluto del espacio estaba fijado en el centro de la Tierra, pero de todas maneras los conserva.

“El tiempo absoluto, verdadero y matemático en sí y por su naturaleza y sin relación con algo externo, fluye uniformemente y por otro nombre se llama duración; el relativo, aparente y vulgar, es una medida sensible y externa de cualquier duración.

El espacio absoluto, por su naturaleza y sin relación con cualquier cosa externa siempre permanece igual e inmóvil: el relativo es cualquier cantidad o variable de este espacio, que se define por nuestros sentidos según su situación respecto a los cuerpos, espacio que el vulgo toma por espacio inmóvil.

Se distinguen el movimiento y el reposo absolutos y relativos entre sí por sus propiedades, causas y efectos”.

(Escolio, Libro I)

Ya no es, naturalmente, el espacio absoluto aristotélico, pero sí un espacio que lo abarca todo y que está inmóvil de manera absoluta, mientras que el cambio de posición entre los cuerpos es una simple ilusión de los sentidos y de los sistemas de referencia. El tiempo y el espacio absolutos, aunque no tienen centro a la Aristóteles, son previos en el sentido metafísico, lógico y ontológico a los fenómenos, dentro del cual éstos ocurren, un escenario matemático e inmóvil y cualitativamente distinto del espacio fenoménico donde se desarrollan las leyes que meticulosamente expone en los Principia, y que permite que esas leyes se cumplan. Hay un residuo aristotélico aquí.

Y después, está el problema de la fuerza de gravitación, criticada por los mecanicistas tachándola de metafísica. Sobre ese tema Newton agregó un escolio a la segunda edición de los Principia:

Hasta aquí he expuesto los fenómenos de los cielos y de la tierra y de nuestro mar debidos a la gravedad, pero todavía no he asignado causa a la gravedad. (...) Pero no he podido deducir de los fenómenos la razón de estas propiedades de la gravedad y yo no imagino hipótesis. (...) Y bastante es que la gravedad exista de hecho y actúe según las leyes expuestas por nosotros y sea suficiente para todos los movimientos de los cuerpos celestes y de nuestro mar.

Aquí observamos una cosa curiosa: la revolución iniciada por Copérnico con furioso realismo y que falsamente se quiso hacer pasar por un “simple método de cálculo” (realismo que compartieron casi todos los copernicanos, como Kepler o Galileo) en esta última confesión de Newton se transforma verdaderamente en un método de cálculo (un modelo, diríamos modernamente) por razones que van más allá de la física.

Naturalmente, estas objeciones y esos pequeños residuos aristotélicos quedaron en el olvido en el siglo siguiente. La fuerza de gravedad adquirió status prácticamente material y el marco del espacio y tiempo absoluto dejaron de jugar papel alguno. En pleno siglo XX, Poincaré dijo: “Por más que se perfeccionen nuestros telescopios, siempre descubrirán nuevos astros sometidos a las leyes de Newton”. Hasta que a fines del siglo XIX las dificultades con el éter y los progresos en la medición de la velocidad de la luz obligaron a revisar estas afirmaciones de Newton.

Porque la historia –que es la historia contra lo absoluto– no terminó allí ni mucho menos.

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