CONTRATAPA

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 Por Sandra Russo

En la contratapa del sábado 11, “María en el bosque”, escribí sobre los trastornos alimentarios de mi hija de quince años, acompañando, creo, un interés de ella por testimoniar públicamente sobre este nuevo tipo de dolor que ataca a las adolescentes. Hasta ahora mi trabajo como periodista me había puesto muchas otras veces frente a personas de todas las edades que querían testimoniar sobre sus diversos tipos de dolor. Hablar es una manera de descargar, y en este caso de vomitar, pero con un mundo simbólico ya acolchando el síntoma, con el Yo a salvo entre los símbolos que ordenan nuestra relación con el mundo y los demás.

Una de las mayores dificultades de las chicas con estos trastornos, como con otros en los que la ansiedad es un motor monstruoso que acelera enloquecidamente los ritmos naturales, es encontrar la manera de hablar de su dolor. La obsesión por la propia imagen, y la distorsión de la mirada de la propia imagen, que las hace verse gordas horribles, vacas, cuando lo que hay del otro lado es alguien que mide 1,50 y pesa 44 kilos, es a su vez una trampa mental para encarrilar el lenguaje sólo en lo referente a la comida. Las chicas hablan de comer. Las irrita comer. No saben si comer una tabla de cereales o un yogur. Lo piensan durante una hora. Esa decisión encubre algún otro dilema, pero el sinsentido de la enfermedad vacía esas mentes de otras herramientas para pensarse a sí mismas. Quedan en pie sólo los recursos discursivos para enunciar las miles de variantes de adversidades y obstáculos que puede presentar la alimentación cotidiana.

Testimoniar sobre el propio dolor es también una forma de denuncia. Es relatar secretos que se han mantenido en reserva para engañar o mentir. Es exponer la parte quemada del alma que todavía en esa instancia arde. Y finalmente, además de otras cosas, es buscar maneras de decir. Hablar siempre implica una posible fuga.

Pero la presión descomunal que sienten las mujeres jóvenes sobre sus propias imágenes ha ido sedimentando en otro sitio, en un infierno, en el que la noción de placer se estalla cada dos o tres horas contra una orden interna que hay que obedecer. Esa orden viene de muy adentro. No es propia, pero parece. Indica que hay que rechazar con todos los ejércitos hormonales y gástricos cualquier soporte de placer. Una anoréxica no rechaza solamente la comida. Básicamente, rechaza la naturaleza física de su cuerpo, su tridimensionalidad, y busca infructuosamente su ser plano, su ser fotografía, su ser impenetrable.

Algunas, demasiadas de nuestras niñas expresan a través de esos síntomas un dolor difícil de rastrear, pero que seguro que no encontró, para ser tramitado, otra vía menos autodestructiva. Muchas otras no se enferman, pero a la sobredosis de grasa de su alimentación infantil, salen directamente disparadas a las dietas: hacen dieta desde los trece o catorce, y no llaman mucho la atención. Incluso hay padres que las estimulan para que bajen esos cuatro o cinco kilos que traen de más de la etapa redondeada de la vida, que es la infancia, y se empiecen a convertir en adolescentes atractivas de acuerdo al canon de la imagen plana.

Esta época de políticas globalizadas se caracteriza por los huesos marcados en los cuerpos de las zonas sacrificables del mundo, en esos esternones sobresalientes, en esas rodillas elefantiásicas, en esas pieles engrosadas, en esas dentaduras podridas. Y replica, la época, esas marcas corporales en las niñas que se ven en la punta del iceberg: cuerpos de líneas rectas escritas con llanto. En la base del iceberg, millones de mujeres incorporan productos desgrasados a sus dietas, y usan edulcorante. Toman bebidas light y mastican chicles sin azúcar. Obedecen una orden, la misma de siempre, exactamente la misma: no gozarás.

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