CONTRATAPA
Modelo y sistema
Por José Pablo Feinmann
Las cifras recientes de la hiperpobreza sorprendieron –si aún cabía tal cosa– al país. La devastación está llegando tan lejos que pareciera no tener retorno. Siempre que esto ocurre se habla del “modelo”. Algunos, los moderados, hablan de las fallas del modelo. O de las insuficiencias del modelo. Otros, menos moderados o francamente no moderados, hablan de la necesariedad de cambiar el modelo. Todos cometen un error. El mismo error. El error radica en la utilización de ese concepto que se ha impuesto desde hace ya tiempo y que es falaz hasta la última de sus raíces. El concepto de “modelo”. ¿Qué es el “modelo”? Se lo diga o no, todos acuerdan en que el modelo es el “modelo neoliberal”. Así las cosas, se dibuja la imagen de un sistema capitalista capaz de ofrecer varios rostros, estos rostros variados son los posibles “modelos”, de los cuales el “modelo neoliberal” sería uno de ellos. Falso. El “modelo neoliberal” no es uno de los modelos “posibles” del sistema capitalista, es el capitalismo. El capitalismo tal como ha llegado a ser, tal como es hoy, y tal como no puede dejar de ser salvo al costo de no ser más el capitalismo.
Pero la falacia del “modelo” es tranquilizadora. Permite creer (o hacer creer) que el capitalismo puede cambiar “este” modelo de concentración de riquezas y generación de pobreza extrema por “otro” que contemple más piadosamente las necesidades de los sumergidos. O sea, lo malo no es el capitalismo sino “este” rostro que ahora presenta, este rostro que es transformable, atemperable, que puede ser modelado –en manos más piadosas– hacia un rostro más amable, generoso, que nos acerque hacia “otro” modelo. O, si preferimos ser gradualistas, hacia una humanización del modelo. Los países pobres viven de la quimera de pedir esta humanización, esta piedad: “No nos dejen caer. Sosténgannos. Otro modelo, que nos incluya, es posible”.
Conviene detenernos en esta traslación: por qué el capitalismo ha dejado de llamarse así y ha conseguido que se lo llame “modelo”. Algo debe tener que ver con lo fashion, con la exaltación de las modelos y los modelos, con las pasarelas de la ostentación, ya que una de las características del modelo es la de exhibir las riquezas del poder con una impudicia obscena. Como sea, el mundo de hoy –se dice– no es el del capitalismo, es el del “modelo neoliberal”. Pareciera que este “modelo” (como los que se exhiben en las pasarelas del modelaje) podría ser cambiado en cualquier momento, en la próxima estación, en el pasaje del invierno al verano, o, desde luego, por el capricho o la inventiva genial de los diseñadores. El capitalismo queda en manos de los Armani y los Versace. Ellos (o sus equivalentes en el plano de la economía y la política) dirán qué modelo conviene ahora, si hay que cambiar o no, cómo se cambia, qué nos ponemos, qué nos sacamos. El capitalismo presenta una inagotable serie de rostros, de “modelos”, entre los cuales el “modelo neoliberal” es uno más, transitorio, modificable.
¿Qué ilusoria ventaja representa esto para el capitalismo y sus apóstoles? La de manejar una gama de posibilidades históricas casi infinitas, la de una creatividad sin límites. “Una vez agotado este modelo, que tanta miseria produce, caramba, apelaremos a otro.” Pues bien, no. El modelo neoliberal es el capitalismo y el capitalismo es el modelo neoliberal. No hay modelo neoliberal, hay sistema capitalista. Y ya no tiene modo de ser otra cosa, ya no hay keynesianismo, ni New Deal, ni Plan Marshall, ni nada de nada. Lo que hay es un sistema que no garantiza la existencia del hombre sobre la Tierra y que va en camino de no garantizar la Tierra, pues la está destruyendo.
La Argentina (y ya la entera América latina) se ha convertido en ejemplo de esta devastación. La utopía de un capitalismo humanizado alimentó varios imaginarios políticos en el pasado. Cuando Perón (en un célebre discurso que da en la Bolsa de Comercio en, creo, 1944) dice: “Se verá queno sólo no somos enemigos del capital sino sus verdaderos amigos”, decía algo muy concreto. Perón les dijo a los capitalistas que subieran los sueldos, que al subirlos aumentaría el consumo, que al aumentar el consumo aumentaría la producción y que ellos, los capitalistas, ganarían más. Estableció una economía distributiva, un pasaje de la renta agraria a la esfera industrial (liviana) y un equilibrio social que lo sostuvo durante unos años. No se lo perdonaron. La vieja oligarquía agraria lo echó a patadas y se alió a la gran burguesía financiera que representaba el FMI, ya que ahí entramos en las redes del todopoderoso organismo. El capitalismo distribucionista siempre tuvo corta vida, dado que el capitalismo no es un sistema de distribución sino de concentración. Adam Smith no lo quería así, detestaba a los monopolios, pero el centro ético sobre el que edificó la teoría del capital (el egoísmo) llevó, inexorablemente, a hacer del capitalismo lo que fue siendo y lo que hoy, más que nunca, es: un sistema de concentración de riquezas en manos del capital financiero. Y esto no es “el modelo”, es “el capitalismo”. Supongo que ya vamos viendo qué es lo que hay que cambiar para que la devastación del mundo se detenga. (Que esas experiencias de cambio hayan fracasado en el pasado no implica que uno no siga diciendo lo que decimos. Porque otra gran falacia del capitalismo se basa en decir que es mejor porque ha sobrevivido y superado al socialismo. Falso. Si el capitalismo hubiera, en verdad, superado al socialismo, habría superado también los problemas que lo hicieron surgir: la desigualdad, la miseria, el hambre. Por el contrario, los ha intensificado.)
Un economista al que leo y respeto –Claudio Lozano– acaba de decir: “Esta devastación del aparato productivo y del mercado interno indica que sólo rompiendo la matriz de la desigualdad, por vía de un shock distributivo que amplíe el consumo popular y reindustrialice la Argentina, hay salida”. Lozano no lo dice (no se puede decir todo en todo lugar), pero tal cosa no sólo implica salir del modelo sino del capitalismo. Veamos. El aparato productivo está devastado. El mercado interno (que posibilita la dinámica del aparato productivo), también. ¿Cuándo ocurrió esto? Con Martínez de Hoz y Videla. Aquí se unen la burguesía agraria y la burguesía financiera. Se arrasa el aparato productivo y se arrasa el mercado interno. A sangre y fuego, literalmente. Se establece, aquí, la “matriz de la desigualdad”. Martínez de Hoz y Videla realizan el sueño de los sectores dominantes: retrotraer el país a los tiempos del pre-peronismo y del pre-yrigoyenismo. No se detienen más. Menem, desde el peronismo, realiza luego la obra maestra de la devastación total. Con la complicidad del Fondo. ¿Qué hace falta hoy? “Romper la matriz de la desigualdad.” De acuerdo. ¿Qué fuerza política lo hará? Y, también, “un shock distributivo”. Por supuesto. Pero esto se hace desde el Estado, desde un Estado nacional. ¿Cómo reconstruirlo? (Estas cosas las sabemos todos. Pero siempre hay que insistir sobre ellas. Sobre, digamos, la relación entre propuestas económico-políticas y poder político para imponerlas.)
Pero, aquí, mi punto es otro. Es llevar claridad sobre esta cuestión: cuando proponemos “romper la matriz de la desigualdad” no estamos proponiendo otro “modelo”. Tampoco cuando proponemos un “shock distributivo”. Romper la matriz de la desigualdad es romper con el capitalismo, ya que el capitalismo es el sistema de la desigualdad, su matriz. Un “shock distributivo” no es una alternativa al “modelo”, no es otro modelo posible del capitalismo, otro rostro, un rostro “humanizado”. Es “otra cosa” del capitalismo. Porque si se trata de decir la verdad, digámosla: no es el “modelo” lo que hay que cambiar sino el sistema (que no es un modelo sino un sistema) de la desigualdad y de la concentración de riquezas. Y ese sistema es el capitalismo.