CULTURA › LAS BIBLIOTECAS POPULARES TIENEN UN NUEVO ROL, EN UN PAIS EN CRISIS
La gente no va para leer, va para poder comer
El sistema, que integra unas 2000 bibliotecas en todo el país, se pensó para ayudar a que el pueblo leyese. Hoy muchas bibliotecas se convierten en un espacio de contención: en ellas se dictan cursos de albañilería, cocina, o, directamente, se sirve un plato de comida.
Por Oscar Ranzani
Nacidas del espíritu de solidaridad de los vecinos de comunidades geográficamente alejadas, pero cercanas en sus necesidades cotidianas, las bibliotecas populares se han convertido –crisis mediante– en sitios que exceden su naturaleza convencional. Además de facilitar la lectura a los habitantes de las zonas donde están emplazadas, promueven actividades sociales en un marco de precariedad y abandono. Existen en todo el territorio nacional 2000 bibliotecas reconocidas por la Comisión Nacional Protectora de Bibliotecas Populares (Conabip), una dependencia de la Secretaría de Cultura de la Nación. La decadencia económica del país, profundizada en estos dos últimos años, motivó un incremento de las expectativas que generan estos espacios públicos. Muchos de ellos funcionan como sostenedores sociales, allí donde las políticas de Estado no llegan.
“Esto excede la ayuda meramente bibliográfica”, señala Miguel Avila, presidente de la Conabip, que recorrió a partir de su función buena parte del país. En algunas bibliotecas del norte y sur del país (Salta, Tucumán, Bahía Blanca, Santa Cruz) enseñan a hacer el pan. No se trata de incentivar el arte culinario sino de facilitar las herramientas para la subsistencia. Para ello, los talleristas comienzan mostrando cómo se hace un horno de barro, cómo se cocina y qué cuidados hay que tener. No es la única actividad social: también se multiplica la enseñanza del corte de pelo, el corte y confección para fabricar y tejer ropa, reparación de calzado y trabajo de la tierra para crear huertas. “En otras épocas se enseñaba pintura, danzas folklóricas, teatro, que está muy bien, pero ahora le han agregado las necesidades primarias”, destaca Avila.
En los suburbios de la ciudad de Salta funciona la biblioteca Daniel Toro, en homenaje al músico folklorista. “Allí fui una mañana y me encontré con un grupo de adolescentes que trabajan ad honorem. Todos ellos están peleando contra la droga. En ese barrio la biblioteca es un lugar de recepción y de ayuda muy grande para los jóvenes que están en la droga, el alcoholismo, la prostitución y que a veces están cerca de un tema muy grave, del que tendrían que ocuparse las autoridades, como es el suicidio. Entre otras actividades, una noche tuve oportunidad de ver una demostración de danzas folklóricas. Estos chicos también hacen allí distintos cursos de capacitación de pintura, teatro, artesanías, bailes, ayudados por maestros”, puntualiza Avila. La biblioteca Amado Juárez, de la localidad de Amaichá del Valle, de Tucumán, tiene 93 años y brinda servicios a la comunidad indígena diaguita-calchaquí. Paralelamente a sus actividades se realizan cursos destinados a lograr una capacitación profesional. “Brindamos cursos de albañilería y computación, entre otros. También usamos el salón de lecturas para hacer todo tipo de reuniones sociales o informativas”, señala su presidente, Francisco Roque Mena.
En Resistencia, la Benjamín Zorrilla cumplió cien años en 2001 y tiene la particularidad de ser la primera biblioteca del Chaco. En el mismo edificio funciona una escuela primaria, secundaria y terciaria. “Atendemos la diversidad. Recibimos estudiantes con diversos tipos de discapacidades: hipoacúsicos, con leves retrasos mentales o alumnos que vienen de hogares de tránsito. Están todos juntos”, comenta la encargada Luisa Bianchi. En tanto la biblioteca El Mirador de Caleta Olivia (Santa Cruz) realiza, entre otras actividades, clases de apoyo para los alumnos que necesitan mejorar en diversas materias. Para los más chicos preparan juegos de entretenimiento. “Hacemos el bicicuento”, relata la bibliotecaria Nely Carrizo. “Se le narra un cuento a un chico y tiene que ir en bicicleta hasta la Unión Vecinal. Allí se lo debe narrar a un compañero suyo que lo espera y este último debe cambiarle el final. Buscamos que los chicos tengan más participación en la biblioteca e incentivarlos a la lectura”, explica Carrizo.
La biblioteca Osvaldo Bayer en Villa La Angostura es una de las tantas que sirven como guarderías. “Acá se reúnen los chicos para hacer las tareas de la escuela, aun cuando no necesiten los libros del colegio. Es como si fuera un lugar de cita”, dice la bibliotecaria Ema Zobec. Avila explica el fenómeno: “Si mamá y papá tienen la suerte de estar trabajando, el nene cuando sale de la escuela se va a la biblioteca popular. ¿Por qué? Primero porque es probable que no tenga el libro de textos ya que no se lo pudieron comprar, y allí va a encontrar material para poder hacer sus deberes. Segundo, tendrá una ‘maestra’ de la biblioteca que lo va a guiar y ayudar. Tercero, si le hace falta un cuadernito, un lápiz o una goma, la biblioteca se los va a proveer. Y al final también tendrá una tacita de leche y, en muchos casos, hasta un plato de comida”. Avila comprobó esto en varios lugares como, por ejemplo, la biblioteca Darío Hugo Fernández de Comodoro Rivadavia, donde para llegar “te embarrás hasta la rodilla”, resalta. “Hay una casita que, prácticamente, se cae. El dueño es Ernesto Allende que, a su vez, es chapista. Subiendo una escalerita muy precaria hay una habitación donde se juntan veinte o treinta chicos a hacer sus deberes y dibujos para la escuela y a tocar un teclado. Allí están las donaciones que consigue la biblioteca: cuadernos, lápices, etc. La esposa de Allende siempre les prepara la merienda a la tarde: mate cocido con leche y, a veces, cuando puede, les da un plato de comida”, relata con minuciosidad.
Una de las historias más impactantes del viaje de Avila sucedió en el pueblito Monte Nievas de La Pampa que tiene tan sólo 250 habitantes. A través de su relato puede distinguirse el cariño que sienten los pobladores por su biblioteca. Se trata de un lugar público a defender con uñas y dientes. Es parte del pueblo y motivo de orgullo de sus habitantes. “En ese pueblito, el año pasado hubo una inundación que lo aisló y estuvo con un metro y pico de agua durante un mes y medio”, cuenta Avila. “Cuando llegamos nos mostraron un video sobre la inundación. Era patético y conmovedor. Y en un momento, después de verlo, miré la biblioteca que, si bien era muy humilde, estaba impecable. Entonces le pregunté a la presidenta Silvia de Libois cómo hicieron, y se puso a llorar. ‘La salvaron’, me dice. ‘¿Cómo la salvaron?’, le pregunté. Y me contestó: ‘La salvaron entre todos. Empezó a venir la gente sin que nadie la llamara, a meter los libros en bolsas de nylon y a subirlos cada vez más arriba, porque el agua subía, hasta que lograron salvar toda la biblioteca’”.
La crisis golpea más fuerte en los rincones más lejanos del país. En muchos de ellos, las bibliotecas populares suplen las falencias del Estado. Sin embargo, algunas se ven obligadas a trabajar sólo en horarios diurnos porque sus dueños no pueden pagar la luz y las empresas les cortan el suministro. “En Tucumán hay varios casos”, denuncia Avila. “También les cortan el teléfono. Es un disparate porque la biblioteca se nutre del teléfono y más en los casos en que la Conabip las equipó con Internet. Las bibliotecas populares son organismos de bien público y tendrían que estar exentas del pago del teléfono y la luz”, concluye, preocupado. Mientras, las bibliotecas subsisten y ayudan. Como pueden.