CULTURA › CENTENARIO Y NUEVA VERSION EN CINE
Peter Pan no se rinde
La película de Hogan es otro punto de partida para desandar el camino de uno de los mitos más hermosos de la literatura. Y una buena excusa para conocer a James Matthew Barrie, su creador.
A mediados de diciembre último, un cable fechado en Londres contaba que investigadores de la Universidad de Exeter habían hallado, entre los papeles de Daphne du Maurier –la autora de Rebecca, de Los pájaros, favorita de Hitchcock–, una rara foto de principios del siglo pasado en que aparecía James Ma-tthew Barrie disfrazado de Captain Hook (nuestro conocido Capitán Garfio). Por entonces Barrie tenía más de cuarenta años y no es casual ni que se disfrazara de uno de sus mejores personajes ni que la foto apareciera en ese lugar. La Du Maurier era sobrina de Sylvia Llewelyn Davies, madre del puñado de niños para quienes, mientras paseaban por Kensington Gardens, el ya entonces famoso escritor y autor teatral inventó la historia de Peter Pan, uno de los mitos más hermosos y perturbadores de la literatura contemporánea, por el cual vive y lo acusan.
Porque el hallazgo, además, reavivó el interés por la historia de la estrecha y finalmente trágica relación que mantuviera el escritor con los chicos y su familia, un vínculo tan particular como habitualmente mal comprendido. El algo forzado paralelo con Lewis Carroll, con quien Barrie tiene no sólo el talento y la opción por los menores en común, resulta inevitable. Una vez más, el hombre convertido en personaje es motivo de análisis y atención. En cambio su obra maestra, leída y catalogada como un esquemático elogio de la inmadurez y la irresponsabilidad, no siempre lo es.
Las dos primeras historias originales del maravilloso J. M. Barrie que disfruté –tenía doce o trece años– no supe que eran de él. Y es normal, porque a esa edad los relatos no tienen autor, a quién le interesa. Fue en Mar del Plata, a fines de los años cincuenta y en el cine. Dos películas inolvidables: el consabido Peter Pan en dibujos animados, y El mayordomo y la dama, una comedia sentimental en colores creo que de la Rank, aquel estudio londinense cuyo logo era un gong golpeado por un forzudo.
Del Peter Pan de 1953 –lo más hermoso que me pasó en muchos años sentado en una butaca– nada puedo decir que no se sepa: de las adaptaciones Disney de clásicos literariamente ricos y complejos, es la mejor –muy superior a Pinocho, para no hablar de Alicia– y nadie me quitará la emoción de haber salido volando por la ventana detrás del pibe de orejas puntiagudas, gambeteando en fila las chimeneas de Londres. También había una isla maravillosa en El mayordomo y la dama, de 1957. La historia contaba cómo una aristocrática familia británica naufraga con servidumbre y todo, y cómo en ese nuevo contexto robinsoniano los roles sociales se resignifican –naufragar y dar de nuevo, digamos–. Así, mientras los amos resultan ser unos inútiles, el hasta entonces opaco mayordomo se revela como el más apto, se convierte en líder natural y conductor del grupo, termina deslumbrando a la lady que nunca lo había registrado como hombre... Hasta que aparecen barcos en el horizonte, se viene el rescate y el mayordomo –auténtico caballero inglés– vuelve inmediatamente a su rol ante el desconcierto de la señora, que venía regalada. No sé quién era ella, pero de mayordomo trabajaba Kenneth More, un rubio de pelo enrulado, mofletes y ojitos chicos que ya había visto de gorra y pulóver de cuello alto en La última noche del Titanic, en blanco y negro. Una maravilla.
Las dos películas –cada una a su manera– me resultaron inolvidables. Mucho pero mucho después supe que eran versiones de piezas teatrales escritas a principios de siglo –Peter Pan es de 1904 y The admirable Crichton, dos años anterior– por un escocés de un metro y medio de altura pero talento sin techo que se llamaba y titulaba Sir James Matthew Barrie. Un señor de vida rara y extraño destino literario al que recién entonces me dispuse a leer. Era hora.
“Todos los niños del mundo, menos uno, crecen” arranca, inolvidable, Peter Pan and Wendy, la novela de 1911 que da la versión última y más acabada del mito, la que acaba de contar Hogan otra vez en el cine. Pero Barrie trató durante la primera década del siglo el tema del niño que eligió no crecer. La primera mención aparece en la novela The Little White Bird, de 1902, en la que se cuenta el origen del personaje, un audaz niñito que al enterarse por conversaciones de sus padres lo que se espera de él en el futuro decide huir –cuando tiene sólo días y aún no se ha olvidado de volar (los niños son pájaros antes de estar dentro de la mamá)– a los jardines de Kensington y quedarse a vivir para siempre con los pájaros y las hadas, con quienes comparte ese mundo mágico y secreto que se abre cuando las puertas se cierran, cada día al atardecer.
Tal fue el prólogo. Pero fue la obra teatral Peter Pan –ya con Wendy y sus hermanitos voladores y el viaje al País de Nunca Jamás–, estrenada el 27 de diciembre de 1904, lo que generó el fenómeno de popularidad que rápidamente cruzó el Atlántico e incentivó las continuaciones. Así, primero en 1906 un editor sagaz independizó seis capítulos de The Little White Bird con el título de Peter Pan in the Kensington Gardens y en 1911 apareció Peter and Wendy, versión novelada de la pieza en la que Barrie introdujo un oblicuo y activo narrador y un capítulo final –“Y Wendy creció”– de bellísima y atroz melancolía.
No es mucho lo que se puede leer de Barrie en castellano, más allá de las distintas versiones de los libros del obstinado niño volador. De su notable producción teatral, sólo Sudamericana publicó, a fines de los ‘40, El admirable Crichton y Dear Brutus –con el título de El bosque encantado– en un solo volumen. Como a Somerset Maugham, también a Barrie el talento accesible y la módica facilidad de su estilo le han jugado en contra a la hora del reconocimiento crítico de la posteridad. Pero siempre estará Peter Pan para defenderlo. Y Gombrowicz para traducirlo en oscuros términos de vanguardia.
Es un lugar común de comentaristas bienintencionados, psicólogos planchadores de oficio y feministas con banderas de género pegarle a Peter Pan y a su consecuente inventor. Ellos se lo pierden. Sólo cabe decirles que no han entendido nada. Un hombre sensible e inteligente como Barrie nunca dejó de datar, explicar y dejar alevosas huellas de las fuentes de su inspiración: las experiencias de su madre, y él mismo, claro. Por eso la definitiva se llama Peter Pan and Wendy, algo que ha subrayado la versión de Hogan. Esa Margaret Ogilvy huérfana a los ocho años, que debió encargarse de sus hermanitos y desdoblarse en los dos roles, perdería ya de grande, a su vez, al brillante David –hermano mayor de James– a los 14 años, y nunca podría recuperarse de eso. Así, James, el hijo postergado por un hermano muerto inmortal –congelado en esa esplendorosa adolescencia– intentó ocupar ante su madre el lugar del niño perdido. Nunca pudo. No fue brillante sino opaco; no fue atlético sino pequeñajo, no terminó de crecer, de desarrollarse en términos físico-afectivos, prácticamente nunca, más allá de una boda que previsiblemente fracasó. No creció, se negó a crecer; ésa fue en el fondo su dolorosa coartada. Ante la imposibilidad de madurar, propuso el elogio y la defensa ideológica de la congelada inmadurez mientras, sin dejar de sonreír, dejaba constancia de la estupidez y el sinsentido que lo rodeaban: “Nada interesante pasa después de los doce años”, dijo sin que le temblara la mano. Y hay que creerle.
La novela tiene, al incorporar un narrador oblicuo y malintencionado, una riqueza de sentidos y alusiones que trascienden largamente la anécdota limpia, la peripecia pura de la versión Disney, que es la referencia habitual. Más allá de la trasposición burlona de la familia Llewelyn Davies en los Darling –con el padre ridículo y la madre enigmática e inaccesible–, de la ambigüedad moral de los personajes –del mismo Petera Campanita y el increíble Garfio– y de la visión crítica de una sociedad opresiva que combina un aparatoso matriarcado con la más rígida disciplina machista, Barrie pega durísimo con talento y sentimiento donde más se siente.
Cuando las mieles de El Principito hacen que el libro se deslice al suelo y acaso lo patees, el texto de Barrie te agarra del cuello y te sacude. Te lo digo yo, que lloré ayer con el capítulo 17, una vez más.