CULTURA

Quinientos años después, un nuevo retrato del viejo Hernán Cortés

En “El inventor de México”, Juan Miralles plantea que la historia ha sido esquemática e injusta con la figura del conquistador.

Por Miguel Mora
Desde Madrid

Basándose en testimonios de primera mano, yendo a las fuentes originales, investigando durante cerca de 20 años y prescindiendo del todo de la bibliografía anterior, que considera preconcebida cuando no contaminada por el indigenismo o el hispanismo, Juan Miralles (Tampico, 1930) ha reconstruido la compleja biografía de Hernán Cortés (Medellín, 1485Castilleja de la Cuesta, 1547). De paso, reescribió también la historia del nacimiento del México moderno y mestizo. El libro, editado por Tusquets, se titula Hernán Cortés, el inventor de México. Este libro de 688 páginas, que prescinde de notas a pie de página para aumentar su pegada divulgativa (se lee como una novela, a ratos negra y otros de aventuras), fue publicado en México y España el año pasado, pero acaba de valerle a su autor la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica, distinción que José María Aznar le otorgó hace unos días en Madrid.
El objetivo del libro, dice Miralles, fue hacer tabla rasa de “anteriores engendros biográficos” sobre el conquistador y “subrayar el factor humano” de la fascinante historia de Fernando Cortés Monroy Pizarro Altamirano, hidalgo de la villa extremeña de Medellín que marchó a América cuando contaba 20 años. Lo primero que hay que decir es que Miralles no pinta al cristianizador de los aztecas como a una hermanita de la caridad, aunque el texto desprenda admiración hacia el héroe. “Fue un conquistador. Ahorcó a rebeldes, cortó dedos de los pies a sus enemigos, amputó las manos a los espías y quemó al hijo de Moctezuma y al menos a 17 más”, explica Miralles. “A la hora de poner la mano fue durísimo, de un rigor y una crueldad innecesarios. Pero hay que entender que se enfrentó a un pueblo, el azteca, que era uno de los más sanguinarios del mundo, que hacía sacrificios humanos, desollaba a la gente, la sometía a suplicios. Todos los indígenas que los aztecas habían esclavizado lo apoyaron, porque su esclavitud era menos cruel. Cuando se marchó por un tiempo, celebraban su regreso por todo lo alto, recordando los desmanes de sus capitanes. Y nunca tomó represalias contra los guerreros que lo enfrentaron...”
La familiaridad con que Miralles habla de Cortés y su tiempo es asombrosa. Quizá sea porque las fuentes básicas del libro son “siete u ocho personas que conocieron muy bien a Cortés, ocho más que vivieron próximos y algunos cronistas de Indias”. Entre ellos, Miralles toma como hilo conductor los relatos de fray Bartolomé de las Casas (doble testigo privilegiado: de las conspiraciones en palacios y de las escaramuzas al pie de cruz) y de Bernal Díaz del Castillo (un soldado raso que narra la historia desde lo más bajo del escalafón). Y los contrasta con lo mucho que escribió Cortés, con los “telegramas de prensa” que redactaba el “corresponsal del Vaticano en España” (Pedro Mártir de Anglería) y con las Historias de Indias, de Gómara, Oviedo o Cervantes de Salazar.
Diplomático licenciado en Políticas por la UNAM, Miralles empezó a pensar en la conquista de México “desde muy joven, cuando paseaba a caballo por la sierra de Puebla. Veía que era una gesta extraordinaria, una de las más grandes de la humanidad. Y me extrañaba que la historia mexicana se hubiera congelado, distorsionada, en los murales de Rivera, Orozco y Siqueiros, pintores de la época estalinista, pinceles dogmáticos. A eso se sumaron los funcionarios historiadores, que escribían libros de texto tan políticamente correctos que llegaban a pintar a la española Josefa Ortiz con facciones indígenas. Esa minoría, que tuvo el poder, escribió la historia y creó la gran confusión del mestizaje mexicano: el que es moreno desciende de los indios, el que no, de los españoles”.
Miralles quiso luchar contra la mala prensa de Cortés –“nadie se acuerda de la sangre que derramaron Napoleón o César”– y luego descubrió “un hombre excepcional que participaba en el trazado de las ciudades, construía astilleros, manejaba la pluma, legislaba, era gran marinero, caballista excelente, estratega y planeador y que además de luchar en primera línea tenía mucha visión del Estado. Su ambición fue ir siempre adelante, adelante. Y murió pensando en la conquista de China. Nada lo paraba”. Pero hay más, incluso intimidades. “No creo que conociera el amor, aunque con Leonor Pizarro tuvo una historia estable, larga y tranquila. Su vida familiar fue un desastre. Y su relación con Juana de Zúñiga, la marquesa analfabeta, fue frigidísima.” Un tipo de carne y hueso, con bastón, que recuerda las vacas y los potros de su infancia. Ese es el Cortés que prefiere Miralles: “Es que no sólo fue el guerrero vestido de hierro de los pies a la cabeza. Fue mucho más que eso”.
Entre otras cosas, un hombre de vasta cultura que sepultó su juventud entre juegos, lecturas y aventuras galantes en Azúa (una villa de Santo Domingo), mercader y empresario de altos vuelos, tipo calculador, simpático y astuto, jugador empedernido y “bienhablado que nunca blasfemaba ni decía malas palabras”. El que no sale tan bien parado es Bartolomé de las Casas, habitual ejemplo de buena fama histórica. “No quiero hablar... Ese santón que habla siempre en tercera persona... Ese clérigo que alteró los diarios de a bordo... Escribió mentiras monstruosas”, dice Miralles. Pero en el libro escribe: “Aunque sólo se hable de su defensa de los indios, de las Casas fue el máximo historiador de la conquista”.

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Miralles quiso “subrayar el factor humano” del conquistador.
 
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