CULTURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR EDUARDO GALEANO
“Nuestros países ejercen una soberanía decorativa”
El autor y periodista montevideano, que acaba de publicar Bocas del tiempo, su nuevo gran libro de pequeñas historias, destaca por qué es imprescindible que los países de la región se reúnan de una vez por todas en un frente común: “O nos unimos o estamos fritos”, señala.
Por Angel Berlanga
Siempre lleva en el bolsillo una libreta diminuta. Con la que anda ahora es demasiado grande, “tipo latifundio”, dice, muestra: tapas verdes, anillada, cuatro centímetros de alto por cinco de ancho. “Tiene el doble del tamaño normal –aclara, mientras con un dedo pasa las páginas–. Algunas me las regala mi mujer, y otras me las manda una lectora muy leal que tengo en Bahía Blanca, que me hace unas libretitas chiquitas, con tapas de Patoruzú.” Desde hace rato, Eduardo Galeano se define como un pescador de historias: éstas son sus redes, aquí anota las señales que la vida y la muerte a cada momento se le cruzan por el camino. Como tiene todos los sentidos afinados para el asunto, puede pescar una historia casi en cualquier lado; ahora Galeano se detiene en una de esas páginas enormes y cuenta: “Acá dice ‘Niña; siete y cinco; me vas a esperar’. No se entiende nada, pero yo sé de dónde viene la historia. A la salida de la presentación del libro, en el barrio obrero del Cerro de Montevideo, se me acercó una señora con una nena que me dijo: ‘Ella tiene una historia para contarle’. Como la nena estaba muy inhibida, al final me contaron entre las dos. A propósito de esta pregunta que se hacen los niños, qué es la muerte, por qué se muere la gente, cómo es este asunto tan incomprensible en la infancia, la vida adulta o la vejez, porque uno no termina de aceptarla, aunque lo haga racionalmente. La nena tenía cinco años y estaba con su mejor amiga, de siete, y como se había muerto la abuela, la madre le decía que primero se mueren los mayores. Entonces esta de cinco mira a su amiga de siete, un rato largo, y le pregunta: ‘¿Me vas a esperar?’. En casa anoté, luego, sus nombres y otros datos: a partir de eso después trabajo, reconstruyo”.
El libro de aquella presentación es el que acaba de publicarse en la Argentina: se llama Bocas del tiempo y reúne 333 pequeñas historias que, cuenta Galeano, fluyen de un tema a otro y componen una sola gran historia. Lo que consigue este libro, tras una faena pesquera de años, es componer una pintura del mundo a través de una sucesión de diversas pinceladas que capturan variadísimos escenarios y personajes en distintas épocas de la historia. Pájaros de Oceanía, plantas curativas de México, pescadores auxiliados por miles de voluntarios en las playas gallegas tras el naufragio del Prestige, emperadores de China, pibes de Ghana que plantan cacao y nunca probaron el chocolate, un guatemalteco que resultó el primer soldado “norteamericano” muerto en Irak: en cualquier rincón del planeta puede ocurrir lo que termine en su red. Y puede estar protagonizado por cualquier persona: aquella señora con su hija, un mendigo en Chile, Héctor Tizón y su exilio, Caetano Veloso y su redescubrimiento de Bahía, Carlos Mugica y su sangre derramada en una vereda de Floresta, el abuelo de Saramago. Amores, traiciones, ingenuidades, genocidios, prehistoria, deslumbramientos, navidades, leones, serpientes, tecnologías, injusticias, placeres: apenas algunos de los temas que conviven en este universo armado por Galeano, que también diseñó el interior del libro, ilustrado con imágenes y símbolos antiguos –algunos tienen miles de años– hallados en Cajamarca, Perú.
Fundó y dirigió la revista Crisis, sin duda una de las mejores que dio la historia periodística argentina, y publicó en 1970 Las venas abiertas de América latina: eso sólo alcanzaría para ubicarlo entre los más emblemáticos periodistas de Latinoamérica del último siglo. Días y noches de amor y de guerra, la trilogía de Memoria del fuego, El libro de los abrazos y El fútbol a sol y sombra son algunos de los títulos de sus libros de relatos que, duda, fueron traducidos a 24 o 25 idiomas. “Cuanto más extraña sea la lengua, mejor –dice–, porque así no me hago mala sangre con los errores que encuentro. Ahora están traduciendo todas mis obras al Braille, y me impresionó mucho recibir las versiones, la posibilidad de llegar a la gente que va a tocar las palabras, que las lee con los dedos. Sobre todo para mí, que en efecto creo que las palabras se tocan, que cuando transmiten electricidad de vida son algo que se puede tocar, que se sienten como un organismo de vida.”
–Usted cuenta en el libro una historia de una niña guatemalteca que dice, además, que las palabras también tienen música y color.
–Para mí es así, sí. Cuando yo era chico quise ser un montón de cosas que resultaron imposibles: por patadura no pude ser jugador de fútbol; por pecador tampoco pude ser santo; también quise ser pintor, pero el talento no daba. Pero de algún modo escribo pintando: si no cierro los ojos y no veo lo que voy a escribir, lo que voy a contar con palabras, que puede ser una idea, una noción, una experiencia, no puedo hacerlo. Tengo que verlo antes, lo que indica que tengo una manera plástica de escribir. Por otra parte, creo que es una pena que se haya perdido aquella sana costumbre de leer en voz alta en las escuelas, porque eso hacía que uno desde temprano se familiarizara con la música de las palabras. A cada texto lo escribo y lo reescribo, lo hago y lo rehago muchas veces, pero la prueba de fuego es la lectura en voz alta. Uno percibe la eficacia de un texto a través de su musicalidad, de cómo suena cuando se lo lee en voz alta.
–¿Observa que su estilo de escritura se acerca a lo poético?
–Sí, debe haber una poesía contenida, que yo trato de cabalgar a rienda corta, de no desbordarme. De que el galope ocurra así, para que tenga tensión y jadeo. En todo caso esa intención no es ajena al texto, que intenta reflejar la poesía de la vida. La vida está llena de poesía, a veces involuntaria: no hay más que escuchar las voces en los campos, en las calles. Lo que uno hace es ser intérprete, traductor, de la poesía que está en una realidad que contiene belleza, y horror, también.
–Sus textos parecen provenir de un cruce entre el periodismo y la poesía.
–Sí. Aunque nunca he cometido poemas, versos en el sentido clásico, lo que más me gusta leer es poesía, que es un género maldito, porque son libros que no venden nada. En el periodismo me formé, me incubé: fui periodista desde mi más tierna infancia y todavía sigo escribiendo artículos: el que entra ahí no sale nunca. Yo creo que el periodismo es un modo de la literatura.
–¿Qué mejoras observa en la región con respecto a cuando publicó Las venas...?
–Es difícil hacer un balance, pero en términos generales siento que hubo avances muy importantes en algunos planos, que además coinciden con avances universales, como la toma de conciencia en sectores tradicionalmente despreciados, explotados, condenados a la humillación y al desamparo. El caso de las mujeres, por ejemplo. Hay una notoria elevación del nivel de conciencia de las mujeres latinoamericanas en cuanto a la necesidad de dignificar su vida, contra un fatalismo que antes era mucho más intenso. Ese espacio de libertad conquistado por las mujeres es muy estimulante para los que creemos que la historia no se repite, que se reinventa todo el tiempo a sí misma. También hay avances en la lucha contra el racismo, que aquí ha hecho estragos. Y en los derechos de los homosexuales, en la lucha por una sexualidad más libre, en una región del mundo que sigue estando muy encarcelada todavía por los viejos prejuicios y las tradiciones represivas.
–¿Y en qué se empeoró?
–En otras cosas, como la situación económica y financiera, se ha mantenido una opresión perpetua. La deuda externa es ahora mucho más agobiante; Las venas ya hablaba de eso, me pareció que por ahí venía rodando una bola de nieve muy peligrosa. Y así fue: terminó por llevarnos por delante; ahora nuestros países ejercen una soberanía decorativa, gobernados desde afuera por el súper gobierno financiero internacional. En las relaciones comerciales también se ha retrocedido.
–¿Y en el plano político?
–También, bastante. Antes había una intención de cambio mucho más intensa y colectiva. Ahora se escuchan cosas que antes no se oían. Treinta años atrás la pobreza era el resultado de la injusticia: nadie discutía eso, ni en la izquierda ni en la derecha. Ahora es sorprendente escuchar, hasta en la propia izquierda, a gente que cree que la pobreza es el castigo que la ineficiencia merece. Lo cual relativiza mucho, hace desaparecer la idea de injusticia. Eso corresponde a una pérdida de ciertos valores, hoy muy debilitados. Al mismo tiempo, por otro lado, me parece que ahora se están armando nuevas redes de conexión: antes la militancia se reducía a los partidos y los sindicatos, y ahora hay una emergencia de la sociedad civil como factor nuevo, con nuevos protagonistas en el escenario. Es muy positivo que eso ocurra.
–¿Qué visión tiene del presente, con ese esbozo de unión que se formula entre Venezuela, Brasil, Argentina, al que un hipotético gobierno de Tabaré Vázquez en Uruguay adheriría?
–La verdad es que o nos unimos o estamos fritos. El destino de los dedos está en la mano, y los dientes fuera de la boca no sirven para nada. Esas son cosas de sentido común, elementales.
–Esto también era así 30 años atrás.
–Desde siempre fue así, se dice en los discursos de los presidentes, pero después, a la hora de los hechos, se traduce poco en la práctica. Lo que corresponde a la tradición retórica latinoamericana: nos encanta palabrear la realidad, pero para cambiarla, la cosa es más complicada. Los objetivos, para salir de la ruina incesante, son clarísimos: hay que unirse para defender los precios de nuestros productos en el mercado internacional, para negociar juntos la deuda, ¿cómo es que no se ha logrado algo tan elemental? Y en el plano de la cultura, creo que es fundamental que estos países decidan qué quieren ser: si caricaturas o países de verdad. Y para eso se tienen que juntar, porque por separado no lo van a lograr: están condenados a repetir, como ecos cansados, las voces del norte. La pregunta es: ¿el sur tiene algo que proponer que no sea la repetición del modelo del norte, consumista, militarizado, violento, que envenena todo lo que toca, el aire, el agua, el alma, todo lo que toca? ¿Ha llegado la hora de formular alternativas viables que sean concretas, aplicables y conjuntas? Porque la cosa es urgente, tampoco da para esperar mucho. Se abre ahora una posibilidad muy importante si estos gobiernos consiguen articularse entre sí de verdad. En algún momento las palabras tienen que abrir paso a los hechos.