BUENA MONEDA
El idioma de los trenes
Por Alfredo Zaiat
Una forma de facilitar la comunicación es hablar el mismo idioma. De ese modo se evitan confusiones y situaciones incómodas. Y resulta fundamental, además, entender qué esta diciendo el otro y qué significado le adjudica a las palabras que expresa porque si no el diálogo se hace imposible. Cuando en Argentina se habla de trenes, en cambio, esas premisas básicas para evitar la oscuridad y la ignorancia son echadas al cesto. No se trata de ventanillas y asientos rotos o del aumento de accidentes por falta de inversiones. El deterioro del servicio tiene su origen en la alteración de concepciones básicas de lo que implica una red de transporte de trenes. Desde la campaña de Doña Rosa, alentada por intereses diversos, se empezó a utilizar un lenguaje que no es el adecuado para hablar de trenes: empresa privada, lucro, concesiones, servicios rentables, ramales no productivos. Todos conceptos que, tal como se entienden para el resto de sectores económicos, no corresponde aplicar para este caso. Los trenes, como un servicio público esencial, tiene sus particularidades. No puede ser estandarizada su gestión como si se tratara de una hamburguesería. El “beneficio social”, que se puede cuantificar pero eso no implica su traducción en billetes en la caja, es la clave para empezar a transitar el sendero de recuperación de los trenes. En la jerga de los economistas se trata de evaluar las “externalidades” positivas de una red ferroviaria al momento de realizar el balance contable y económico.
El especialista Jorge de Mendonça destaca en uno de sus trabajos que en 1978, en el Congreso Panamericano de Ferrocarriles realizado en Lima, Perú, un grupo de técnicos argentinos presentó en ese sentido una nueva idea económica para la interpretación de los costos de explotación y la inversión en transportes. Alemania aplicó esa teoría a partir de 1979, calculando el “beneficio social” de los ferrocarriles de ese país en 2200 millones de dólares para ese año. Esa utilidad se contabilizó por la menor contaminación, el menor tiempo de los viajes, el ahorro en combustibles fósiles, el ahorro de vidas y accidentes, la menor infraestructura para movilizar la misma cantidad de pasajeros o unidades de carga por año. Mendonça recuerda que en 1983, la entonces administración de Ferrocarriles Argentinos también aplicó ese criterio de contabilizar las externalidades positivas con un resultado asombroso. El balance tradicional de doce meses arrojaba un déficit operativo de poco más de 300 millones de dólares (recordar la consigna privatista “los trenes pierden un millón de dólares diarios”). Pero el “beneficio social” positivo había sido de 600 millones de dólares. Traducido: la gestión operativa del tren daba pérdida pero ofrecía una ganancia a toda la sociedad superior a ese quebranto.
Como se sabe el camino fue otro. En 1990 se firmó un Memorándum de Entendimiento con el Banco Mundial en el cual se terminó de armar el plan de privatización bajo el sistema de concesión, con el indispensable auxilio financiero de esa institución por 700 millones de dólares para despedir trabajadores. Así fueron cesanteados 80.000 ferroviarios, con la complicidad del gremio conducido por José Pedraza. Y de los 35.746 kilómetros de red operable quedan ahora no más de 11 mil. Una de las personas que más sabe de trenes en el país, el ingeniero y secretario general de la Asociación del Personal de Dirección de los Ferrocarriles Argentinos, Elido Veschi, considera que la comparación tiene que tener como punto de partida el año 1988, cuando comenzó el proceso preprivatizador. Y el saldo es dramático: la red operable disminuyó en 76,7 por ciento, las unidades de tráfico en 2,1, y el personal en 82,7 por ciento, mientras que aumentaron las tarifas de carga en 24,2 por ciento y las de pasajeros urbanos en 94 por ciento.
La privatización fue hecha cuando en la mayor parte del mundo los trenes siguen siendo estatales. E incluso la experiencia modelo, la británica deMargaret Thatcher, terminó en un rotundo fracaso y posterior reestatización de Railtrack, empresa que fue parte de la famosa y tradicional British Rail. Como en el Reino Unido, en la Argentina la transferencia de los ferrocarriles a empresas privadas no hizo bajar los subsidios sino que, por lo contrario, los aumentó. Veschi calculó que aumentaron en 179,6 por ciento de 1988 a 1998.
Las consecuencias de la privatización de Railtrack fueron similares a las que se están registrando aquí: aspiradora de subsidios y fondos públicos, caída de la calidad del servicios por falta de confort e incumplimiento de los horarios y aumento de la inseguridad por el incumplimiento de las inversiones. Ahora la nueva gestión pública de Railtrack es un interesante antecedente para dejar atrás la nefasta década del 90 que se prolonga en ésta con el manejo de los trenes. Esa flamante compañía, que se quedó con la propiedad y gestión de la infraestructura y de todos los bienes ferroviarios, no tendrá fines de lucro y en su directorio participará el Estado, el sindicato, usuarios, compañías operadores de pasajeros y la industria proveedora.
Si se entiende que el ferrocarril es un transporte colectivo que garantiza un servicio público y que debe priorizar, por encima de cualquier otra consideración, el “beneficio social” que produce, su propiedad y gestión debe ser estatal. Si se entiende que también es una fuente de desarrollo social, la tarea es recuperar ramales porque su abandono ha causado graves daños a pueblos, acentuando desequilibrios territoriales y la despoblación de zonas rurales, además de profundizar el reparto desigual de recursos y de la inversión pública.
Este es el idioma que se entiende cuando se habla de trenes. El otro sirvió para destruirlos.