CULTURA › ENTREVISTA A FOGWILL, EL ETERNO DISCOLO DE LAS LETRAS ARGENTINAS
“No inventé un personaje, soy así”
Autor de culto, admirado por algunos, temido por otros, ninguneado por el “mercado”, dispara contra todos: los escritores, la carrera de letras, y, por supuesto, no se olvida de sí mismo: “Para escribir hay que ser un gran mentiroso”, señala.
Por Silvina Friera
Los ojos desorbitados acentúan la maldad, o la locura, del poeta que escribió que se necesitan malos poetas. Hay que aguantarle la mirada a este señor delgado, vestido como un dark, aunque un tanto deportivo: zapatillas, pantalón, remera y campera negras. Fogwill representa el papel del eterno díscolo de la literatura argentina, devenido en autor de culto, el lenguaraz que ataca a los chicos “tontos” de la Facultad de Filosofía y Letras, a la que define como un “cotolengo”. Pero él desmiente su condición de buen actor, sacudiendo la cabeza. “No inventé un personaje, soy así”, dice. Y, parafraseando a Flaubert, agrega: “Madame Bovary soy yo”. La excusa de la entrevista con Página/12 es la salida de Ultimos movimientos, un notable libro de poemas publicado por Paradiso. “Lo empecé a escribir cuando me encontraron la aorta inferior tapada –confiesa el escritor–. Yo caminaba veinte metros y me agarraba un dolor que me paralizaba. Me querían cortar la pierna; pensé ‘ahora me muero’, ‘de esta no me salvo’, y me salieron estos poemas”. Aunque aún no se operó, decidió cuidarse con las comidas, fumar menos y seguir nadando y haciendo gimnasia. “Estoy escribiendo un ensayo sobre los diarios y los sueños –cuenta el escritor–. Tengo un cuaderno desde el año 72 en donde anoto todos mis sueños; son unas quinientas páginas apretadas, con muchas palabras en clave. Me está costando entenderme la letra porque es lo único que conservo manuscrito.”
–¿Qué importancia tienen los sueños para usted?
–Cuando empecé con el cuaderno llevaba siete años de análisis, pero me seguían sorprendiendo los sueños, y empecé a anotarlos en realidad porque tuve muchos sueños anticipatorios. Por ejemplo, a principios de los ’70 soñé que las madres de todos los que habían muerto formaban una organización; soñé con las Madres de Plaza de Mayo. Las madres, en mi sueño, iban a rodear la Facultad de Derecho y llevaban una gran valija que se transformaba en un banquito de lustrabotas. En el banquito había un yunque y con él picaban piedras como los picapedreros de Tierra del Fuego. De este tipo de sueños que se correspondieron después con la realidad tengo muchos.
–Quizás esto se perciba en alguno de sus libros, como en Los Pichiciegos.
–Sí, qué joder, yo anticipo el futuro. En 1980 nadie imaginaba que los radicales iban a ser gobierno y yo escribí un cuento sobre un personaje medio borracho que dice que los radicales van a volver. Lo mismo sucedió con la mitología posterior a la guerra de Malvinas en Los Pichiciegos.
Aunque Fogwill escribió su primer poema a los ocho años cuando vivía en Bernal (titulado A Nuestra Señora de Fátima en la entronización de su imagen divina en la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Quilmes), recién a los 38 publicó su primer libro de poesía. “Me di cuenta de que escribir era una de las mejores cosas que hacía”, asegura.
–Por lo visto hay que tener ego para ser escritor, ¿no?
–Si no tenés ego no estás vivo. ¿Hay que considerarse el mejor? No. Creo que nadie sabe lo que es el ego. ¿Existe el ego?... Son todas construcciones del lenguaje que no tienen nada que ver con la realidad de los procesos mentales.
–En uno de los poemas de Ultimos movimientos señala que se necesitan poetas malos. ¿A qué se refiere?
–Pensaba en el paradigma de la poesía cuando yo tomé el primer contacto con la literatura en el ’52: los que hoy nos parecen los grandes poetas argentinos, chilenos, brasileños y americanos serían considerados poetas malos, no poetas menores.
–Porque escribían “mal”...
–Gelman, Leónidas Lamborghini y Fogwill son los malos poetas de ese poema. Ninguno de nosotros podría haber pasado el examen básico de profesionalidad literaria en la Unión Soviética para ser considerado amigo de los soviéticos o de los chinos. Ni hubiésemos llegado nunca a la academia americana, británica, española o francesa.
–Pero, sin embargo, usted llegó a la academia.
–Con llegar a la academia me refiero a adquirir el status de poeta nacional. No sé si sigue existiendo en Francia, pero en España todavía conservan el status de pintor de corte: te nombran y te dan un sueldo de por vida, y hasta te hacen la ropa. Las boludas que están en la Facultad de Letras dan clases para chicos tontos; que escriban o den dos clases teóricas sobre Fogwill no es llegar a la academia. Porque Puán no es la academia... es lacamierda. Puán me parece un cotolengo...
–¿Para tanto? ¿Por qué ese rechazo?
–Lo digo con conocimiento de causa porque soy egresado de esa facultad, y trabajé en Puán durante siete años, en la fábrica de cigarrillos que estaba antes de la facultad. De ahí sí salían cosas buenas como cigarrillos (risas). Mi rechazo es estético: no censuro lo que hacen, censuro lo que se hacen. Se hacen pelota, son unos idiotas; quieren la ayudantía, la jefatura, la beca y después quieren ser vitalicios de la facultad, todos sin excepción. En las revistas de la facultad siempre hablan de Aira, Laiseca, Fogwill y se olvidan de los escritores que tienen la edad de ellos. Ahora empiezan a considerar a (Rafael) Pinedo porque lo empezamos a nombrar (Marcelo) Cohen y yo, y de todos modos lo van a tomar con sospecha.
Fogwill no tiene quien le gane en su capacidad de intimidar o imponer respeto. Se calla, pero se queda pensando. No puede con su genio, algo le quedó en el tintero, algo que no dijo y pide salir de su boca para estimular la provocación. “Además, tienen guantes blancos, quieren estar bien con todo el mundo”, añade.
–¿Se considera un escritor realista?
–No, porque no creo en la realidad. Estoy con San Martín y el edicto que escribió en el campo de Córdoba, donde estaba convaleciente. Decía que a todo realista que usara mal las palabras con los peones de la estancia se lo condenaba a días de celda. La mayoría de los escritores son monárquicos porque todos quisieran tener un Reina Sofía, un Príncipe de Asturias, entrar en la Real Academia, exponer una tesis sobre no sé qué carajo...
–¿Por qué no cree en la realidad?
–Por razones epistemológicas que no son fáciles de transcribir en una entrevista grabada. La realidad es lo que a la gente le dicen que tiene que ver. Todo este asunto es por culpa de Kant (risas). En ese sentido soy kantiano: la realidad está compuesta de noúmenos que no son accesibles a nosotros.
–¿Cómo explica que en sus libros, que se acercan al realismo, haya historias que parecen verosímiles?
–Eso es por destreza mimética. Para escribir hay que ser un gran mentiroso. En mis libros hay un noventa y nueve por ciento de mentiras. Eso es la literatura, por suerte. Me siento muy frustrado porque para estar bien hay que tener la cabeza libre durante un día entero. Descubrí tiempos verbales que son solamente argentinos, los inventé yo. Se llama condicional imposible, como el pagariola. No existe en ningún idioma. Pero esos descubrimientos son producto de largas horas de ocio. El otro día mientras caminaba por el puente que cruza Figueroa Alcorta inventé un cubo que explicaba todo, ahora lo estoy escribiendo, pero me está costando un huevo reconstruirlo. Es un cubo con tres ejes que sirve para clasificar la literatura. Volví contentísimo a mi casa con mi cubo.
–¿Y cómo es ese cubo?
–La literatura argentina se extiende doscientos cincuenta kilómetros más allá de la costa, o sea llega a Montevideo, si no cagamos... porque tiene que entrar Mario Levrero y Felisberto Hernández, sin Felisberto no existimos. Y tiene que llegar a Córdoba para que estén (Juan) Filloy y (Silvio) Mattoni, y a Mendoza para que entre (Antonio) Di Benedetto.
Fogwill reconoce a Osvaldo Lamborghini como uno de sus maestros. “Te cautivaba con su escritura; de golpe dos o tres señalamientos de él alcanzaban para transformar a nadie en un escritor. Era como esos psicoanalistas que con una sesión te cambian la vida”, compara el escritor.
–¿Psicoanalizarse le ayudó a escribir?
–No, fue una traba en la vida durante muchos años. Uno de mis analistas era un escritor frustrado (risas). Creo que se divertía conmigo, me imagino.
“Yo no construyo las novelas, las escribo –advierte Fogwill–. De golpe se puede notar algún déficit de ingeniería, por ejemplo en Vivir afuera. Pero no me importa, si hubiera tenido un principio mínimo de construcción, cagaba esa novela.”
–¿La imperfección de la estructura hace que algunas obras resulten mejores?
–Sí, siempre creí que era un descubrimiento mío, y después lo leí en autores clásicos. En un libro de Levrero, El discurso vacío, hay un tipo que piensa que si corrige su letra podrá cambiar su personalidad. Y entonces empieza a llenar un cuaderno de textos bien escritos, con buena letra, y va sintiendo la mejora, aunque después se vuelve a derrumbar. A mí me interesa trabajar con el error.
–¿Qué es lo que hace que el error sea tan atractivo?
–Pienso en el tipo que se perdió en el bosque y decide tomar para cualquier lado. Siempre hay estrategias caprichosas que son mejores que el dudar. Por otra parte, el error en la estructura tiene dos procedencias: la incapacidad, que puede ser la más frecuente, o el fallido, o la cosa que salió torpe porque no te atreviste a pensarla del todo. La tolerancia del error y del capricho ayuda a escribir mejor. De la contemplación del error, surge “la verdad”.
–¿Qué tipo de verdad le interesa alcanzar cuando escribe?
–Cuando sea rico voy a ser filósofo, y recién entonces voy a escribir un libro sobre la verdad (risas). Cuando uno escribe busca la verdad de uno mismo. La verdad tiene un componente cognoscitivo en tanto persigue la concordancia entre la proposición y la cosa, pero ésa no me interesa tanto como la concordancia entre el comportamiento del que formula la proposición y el comportamiento que él considera lo debido. Y más aún: el comportamiento que él considera no debido, pero que reconoce incurrir. Esto vale para los fallos editoriales. Un escritor no debe comprometerse jamás con un fraude editorial, o ser jurado de un premio trucho.
–En sus obras hay una constante presencia del cuerpo y el sexo, algo que suele escasear en la literatura argentina.
–Los escritores son chicos reprimidos que no saben contar una relación sexual. Pero así como no saben eso, tampoco pueden contemplar la explotación capitalista. El único que puede hacer parar una pija en la literatura soy yo.