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Cardenal, nunca Papa
Por Juan Sasturain
Creí que era más alto. Anda ligero –de liviano y de rápido– y un poco encorvado. Tiene ochenta años pero no parece. Lee de sentado pero no parece. Tiene una voz rara –no como era rara y fea la de Neruda, con sus inflexiones de vendedor de telas– pero al rato no parece rara sino necesaria. Tiene una boina negra y una barba y hábito blancos pero no parece disfrazado. Es el cura Cardenal pero no parece cura y sí siempre Cardenal, aunque nunca será Papa. Es un poeta bárbaro pero no parece. No es engrupido ni solemne ni demagogo. Uno le cree.
Venía de Rosario, donde presentaron una nueva antología de su poesía editada allá ante dos mil personas (sic) y al recital del miércoles en Buenos Aires lo trajo –suplemento de lujo de la cátedra de Poesía Latinoamericana de Jorge Boccanera– la Universidad Nacional de San Martín. Y ahí estuvo: leyó durante casi cuarenta minutos tras la llana y ajustada presentación de Boccanera, que después se quedó mirándolo, apenas sonriente –admirado, un pibe– durante todo el rato que el hombre de la barba dijo sus cosas ante un público numerosos, atento, un poco naïf, entregadísimo, que no necesitaba sumar dos mil para dar calor.
Cardenal leyó de sentado y desde atrás del micrófono, asomado, como si sirviera, como si comiera. No estaba en un púlpito sino en la mesa y los énfasis los remarcaba con subrayados de voz, golpes de mentón y, a veces, con el brazo derecho apoyando el codo mientras revoleaba los dedos a la altura de la boina. Leía, paraba y agradecía rápido los aplausos, como para que pasaran rápido, primero ellos, y pudiera seguir. Y siguió un rato largo sin vacilar: leyó casi todos los poemas que nos gustan a los que nos gusta mucho Cardenal. El poeta que primero y mejor juntó a Marcial, Propercio y Catulo con las lecciones del viejo Ezra, que confundió en el Amor a las muchachas, a Dios y a la Revolución, lo dijo todo.
Arrancó con los Epigramas –esa recreación impecable del universo latino—, superó con espontaneidad algún destino de poster –“al perderte yo a ti, tú y yo hemos perdido...”–, hizo hablar de nuevo al tirano ejemplar –“Somoza desvela la estatua de Somoza en el estadio Somoza”– y saltó a la vida de la trapa con los Salmos entonados en la helada madrugada, con el increíble Las cigarras. Después, y antes de llegar al Canto Nacional, a Sandino, a los mártires amigos y a la celebración revolucionaria del final, llegó el momento de la maravillosa Oración por Marilyn Monroe –uno de los poemas mayores de la poesía latinoamericana– y del soberbio Las ciudades perdidas, monumentos tapados por la selva de esos mayas sin jefes ni murallas: “El jaguar ruge en las torres ... y el avión de la Panamerican vuela sobre la pirámide. / ¿Volverán algún día los pasados katunes”. Volverán, Ernesto Cardenal: claro que volverán.