Jueves, 30 de junio de 2011 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
Lo que era 23.55, dice la pantalla, “se estima 1.40”. Ya sé que voy a vivir el tormento del partido definitivo a diez mil kilómetros de distancia, cinco horas de diferencia y en un no lugar. Y se suma un avión que no se sabe a qué hora saldrá, y que finalmente despegará pasadas las tres de la mañana, con el cansancio de la amansadora, el dolor de una costilla rota –por cuestiones que no vienen al caso– y el estupor de lo que no se termina de asimilar, por gigantesco y por distante. River en la B Nacional: el equipo que me dio tantas alegrías encajando una tristeza infinita, potenciada por lo singular del momento.
En 1996, la segunda Copa Libertadores me encontró gritando en una calle de Manhattan. Quince años después (una eternidad en términos futboleros: un pequeño paso para el hombre, un salto al abismo para la tribuna), el descenso me encontró penando por los pasillos de Barajas. La pequeña multitud de argentinos amontonada frente a una terminal de Internet –Aerolíneas Argentinas, maldición, sí salió a horario– se desperdigó entre comentarios que ni quise escuchar. En Madrid eran las diez de la noche, y de mi avión no se sabía nada y el aeropuerto iba cayendo lentamente en ese silencio y ese vacío que sólo pueden tener los aeropuertos cuando se va el último avión y quedan los desesperados, los que clavan la vista en la otra pantalla, que ahora dice “Estimado 2.00” y ya se sabe que ese “estimado” encierra una trampa. Cómo está Gael, pregunto por Internet, y mi mujer me cuenta que Gael está triste, pero sigue jugando al fútbol en su cuarto y mientras juega relata el gol de Lamela que nos salva, “Y River, señores, le gana a Belgrano y se queda en Primera” y a la distancia se me parte el corazón.
Y a diez mil kilómetros digo, repito, no puede ser, no puede ser, mientras una voz española advierte ajústense los cinturones y apaguen todo aparato electrónico, y en todo leo una referencia velada a la desgracia futbolera. Y en medio de tanta extrañeza y tanto dolor físico y anímico, mientras la máquina se eleva y se hunde en el cielo nocturno y los oídos tapados profundizan la sensación de vacío, empiezo a esperar el momento de que empiece ese torneo del que aún ni sé los rivales para gritar en las gradas nuestro orgullo rojo y blanco, que no hay distancia ni desgracia ni dirigencia que pueda vulnerar. Para poder empezar a hundir en el recuerdo la noche del aeropuerto, la noche más triste de mi amor riverplatense. Esa maldita noche escrita con B de Barajas.
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