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Los memoriosos con más o menos refinado paladar para detectar buenos jugadores recordarán que alrededor de dos décadas atrás el plantel superior de Vélez era individualmente, y con cierta holgura, el mejor de los que competían en el fútbol vernáculo. Desde Chilavert y Sotomayor hasta el Turu Flores y Omar Asad.

Pero el bombardeo mediático de los miopes reduccionistas de casi siempre insistía en entronizar a quien, enfatizando hasta la exageración la letra “ere”, llamaban “el virrrrey”.

Pocas temporadas después, y también en Vélez, Marcelo Bielsa fue poniendo las cosas en su lugar, comentando en el final de campeonato victorioso para su equipo: “Los artífices siempre son los jugadores”.

Tiempo después, Carlos Bianchi –el “virrrrey” para los reduccionistas– apareció por Boca con un bagaje de fortuna resultadista casi sin parangón. Allí siguió su racha de títulos con cabezazos casi siempre fortuitos que se convertían en goles, penales definitorios en especial en partidos decisivos de copas y dicen que ciertos ritos esotéricos hacían que vía teléfonos celulares recibiera asesoría futbolística desde el más allá.

De todos modos, nunca dejó del todo de lado su tendencia a instar a sus dirigidos al “fútbol-voley”. En Vélez, Chilavert y Trotta le pegaban para arriba buscando las arremetidas a veces felices de Flores y Asad.

Ultimamente en Boca, parecía que podría repetirse la historia, puesto que se había decidido jugar sin enganche, porque según Bianchi, Paredes “no estaba”. Como si Somoza, por caso, “estuviera”. ¿Y cuando Riquelme “esté”?

Como bien escribió el genial Pepe Peña en El Gráfico que dirigía el gran Dante Panzeri más de cincuenta años atrás del lateral internacional brasileño Djalma Santos, Bianchi es algo así como “un vendedor de baratijas para espectadores poco avezados”.