Sábado, 26 de marzo de 2016 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN
Por Daniel Guiñazú
El dato es tan poderoso que se impone por sí sólo: Lionel Messi no remató al arco en el partido del jueves por la noche en Santiago ante Chile. El mejor jugador del mundo, el astro al que todos los equipos quisieran tener de su lado, en la Selección es tomado como uno más. No importa lo que se declara, vale lo que realmente pasa. Y lo que pasa es que Messi juega para la Argentina. Pero la Argentina nunca juega para Messi.
Duele verlo al rosarino arrancar desde tan atrás, más allá incluso de la línea media. Conmueven su esfuerzo, su generosidad, su compromiso con el equipo, su divismo en grado cero. Pero resulta inútil obligarlo que baje tanto en busca de una pelota que rara vez le llega. Si en el Barcelona, Messi es determinante jugando en los últimos 30 metros de la cancha, en la Selección se lo desgasta poniéndolo a 50 metros del arco rival. Con la esperanza o en la inteligencia de que limpie cuatro o cinco rivales y termine bajo los tres palos definiendo la jugada por sí mismo, o sirviéndosela en bandeja a sus compañeros.
Y no es de ahora la carencia. Diego Maradona, Sergio Batista, Alejandro Sabella y ahora Gerardo Martino, por citar a los técnicos que lo han dirigido en la Selección desde el Mundial de Sudáfrica hasta estas Eliminatorias, nunca acertaron la posición que Messi necesita para arrimarse a aquel que, en lo que va de la temporada en el Barcelona, hizo 37 goles en igual cantidad de partidos y produjo 15 asistencias. Tampoco fueron capaces de armar el equipo a su alrededor, brindándole un contexto que lo contenga y lo potencie y rodeándolo de jugadores que lo hagan jugar mejor.
Todos ellos se han llenado la boca resaltando lo importante que resulta que Messi se sienta futbolísticamente feliz. Pero a la hora de armar el equipo, hacen todo lo contrario: lo ponen a correr lejos de donde suele ser letal o lo dejan librado a su suerte, como si su genio y su habilidad bastaran y sobraran para resolver los inconvenientes.
El fútbol argentino parece no haberse dado cuenta de que tiene al mejor jugador del mundo. Lo mima y lo halaga fuera de la cancha. Pero adentro, lo ningunea, lo trata como uno cualquiera, no le da el valor que realmente tiene. Cada vez que viene a jugar para la Argentina, Messi quiere ser el mismo que deslumbra en el Barcelona. Pero no se lo permiten. Ni siquiera lo dejan patear al arco.
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