Miércoles, 21 de febrero de 2007 | Hoy
DEPORTES › OPINION
Por Pablo Vignone
Los profetas del resultadismo, a quienes a esta altura no hace falta desenmascarar, se preguntan con insidia si al entrenador de Boca, Miguel Russo, no le estará sucediendo lo mismo que a su antecesor en el cargo, Ricardo La Volpe. Es decir, que los jugadores le manejen el vestuario y le impidan desarrollar su tarea a voluntad. Todo porque Boca, que había logrado la victoria en la primera fecha del Clausura, sólo empató (aunque bien pudo haber perdido, dado el desarrollo del encuentro) en la segunda.
La insidiosa sugerencia está vinculada con la arquitectura de relacionismo público y privado que presuntamente La Volpe en su momento (¿y Russo ahora?) debió trazar para convivir con los pesos pesado de un plantel aburguesado en el éxito, con el que compartió recurrentemente la responsabilidad de decidir las identidades de los once titulares, ejercicio que parecería estar en los cálculos de Russo, en función de los “incidentes” que el entrenador estaría protagonizando con los históricos del plantel, como Barros Schelotto (al que le prometió papel de enganche para luego sacrificarlo por un juvenil como Banega), Ibarra (molesto porque lo cambió en el entretiempo del partido con Central) o Palermo (que está dejándole a menudo su lugar a Marioni en los complementos).
Estos profetas se dan, incluso, el lujo de aconsejarle a Russo que, en función de la experiencia La Volpe, lo mejor que puede hacer en su caso es no transar. Por ejemplo: si considera que Riquelme no está en condiciones físicas, psicológicas o futbolísticas para jugar, que no lo incluya entre los titulares. Esto dicho, claro, al día siguiente del empate con Central. Russo, como aquellos profetas, es un empleado. Entrenador de probada capacidad –por algo está donde está–, se lo supone con amplísimo margen de decisión en infinidad de cuestiones. Pero, al fin, como cualquier entrenador, es un empleado del club. Un profesional bajo contrato, en todo caso, con la sintonía fina en la interna del club, pero con la suficiente capacidad intelectual, también, como para entender que si Boca realizó un formidable esfuerzo económico para repatriar a un futbolista como Riquelme, dejar al jugador en el banco de suplentes va a sonar más a capricho que a una decisión futbolística racional, especialmente si la toma después de sólo 90 minutos. “Lo dejé en la cancha porque entendí que le falta fútbol”, explicó claramente el entrenador. ¿Y cómo darle la chance de recuperar fútbol fuera del campo?
Los profetas del resultadismo, también empleados en el fondo –o en el medio de su dial o a la izquierda de su pantalla, señora–, jamás osarían llevarle la contra a los deseos de su poderoso empleador. Pero, en cambio, le sugieren a Russo que, en su caso, lo piense. A ver si, de una vez por todas, el hincha sensible termina por entender lo que ellos creen saber que es Riquelme: nada menos que el abanderado del fracaso en el fútbol.
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