Lo comparan con Claudio Marangoni, por esa exquisitez con la que se hace dueño de la pelota y le traza el camino cuando abandona sus pies. Los más pibes quizá no sepan que en Chacarita, su primer equipo, el alto volante jugaba como “10” antes de que existieran los enganches y recién cuando pasó a San Lorenzo, con Oscar Montes como DT, alternó con el centro del mediocampo, una posición en la que se afianzó poco antes de ser transferido al Sunderland inglés –antes de su fugaz pero recordado paso por Huracán, que tuvo la fortuna de disfrutar a ambos, y de su neta consagración en Independiente–, agregándole a su imaginación con la pelota en el pie el quite sutil que de paso lo distinguió. Lo que Mario Bolatti lleva tatuado de esa genética Marangoni es la misma condición de orfebrería, ese conocimiento a la milésima de la dinámica de la pelota, un geómetra en movimiento, que en general le permite llegar antes a la instancia y saber, luego y claramente, qué hacer, cómo resolver el instante consecutivo con el balón, ayudado por la altura, como Marangoni, para poseer un panorama automático más despejado del campo y la posición relativa de compañeros y rivales. Gana en tiempo, gana en esfuerzo. Al cabo, se luce. La tendencia del doble cinco como variante cautelar encontró su eco inclusive en la Selección Argentina, aunque extremada con vocación agresiva. La ventaja que atesora Angel Cappa dirigiendo a este Huracán es que Bolatti, y acaso ésa sea su mayor virtud (más allá de la delicadeza con la que juega y hace jugar, que pese a todo no le niega la singular contundencia con la que arriba a la red contraria, ya que tiene el mismo poder de fuego de larga distancia que poseía Marangoni), congrega en sí mismo, en uno solo de los once que salen al campo, las funciones que a otros equipos les toma dos jugadores del medio ejercer normalmente. Huracán no tiene doble cinco, sino un cinco que juega por dos.